13 dic 2010

Feliz Navidad, pequeño ángel



La nieve caía lentamente, buscando un lugar donde posarse y deshacer su blancura en un hermoso manto que acabaría cubriendo la calle.
Las luces navideñas recorrían el pueblo como pequeños luceros titilantes, dorados y plateados, turquesas y escarlata; y en medio de aquella orgía de color, donde la noche llegaba a su cénit, se encontraba Jaim, deambulando solo, mientras sus pensamientos se empeñaban en atormentar su alma.
Jaim estaba triste, melancólico, desesperado… No era fácil definir su angustia, pero sí podía apreciarse como su rostro delataba incertidumbre.
Caminaba cerca del puente, donde el pueblo dividía en dos su calle principal, y por un momento pensó en lo fácil que sería tirarse al río helado para que sus aguas le hicieran desaparecer, pero sabía que le era imposible hacer eso, ya que de ninguna manera podía ocultarse…
Cuando empezó a cruzar el puente, Jaim advirtió a un hombre que permanecía sentado en un estrecho banco, mientras miraba abstraído al cielo infinito. Sin embargo, no se preocupo de su presencia, pues sabía que nadie podía verle…
Pero los ojos del hombre, que se abrigaba con una pesada gabardina gris, se posaron en Jaim a través de unas finas gafas de ver.
- Hola… - Saludó desconcertado a Jaim - ¿Quién eres?
Jaim se mostro sorprendido, ya que era muy difícil que una persona corriente pudiera ver a un ángel, pero aquel hombre, de aspecto desaliñado y aura egoísta, le había detectado sin problema.
- Pareces un ángel – continuó diciendo el hombre – Cuando era pequeño vi uno, pero nadie me creyó… ¿Has venido a ayudarme?
Parecía estar borracho, quizá por eso había logrado verle... A veces la embriaguez activaba ciertos sentidos.
- Lo siento – dijo Jaim – Sólo los grandes ángeles pueden ayudar a la gente.
El hombre se incorporó torpemente y se acercó hasta él.
- ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? – preguntó visiblemente asombrado.
Jaim no tenía ganas de hablar, y maldijo a la botella de Whisky que había hecho ver a ese pobre hombre lo que no debía.
- Los grandes ángeles tienen alas, los pequeños no tenemos.
- Pero… ¿No tiene un ángel que ayudar a alguien para ganar sus alas?
- Eso es algo que habéis inventado vosotros.
El hombre se quedó pensativo. Parecía asimilar lo que Jaim acababa de decirle.
- ¿Y qué tiene un ángel pequeño que hacer para ser grande? – preguntó después de un largo silencio.
Jaim suspiró, sumido en su propia tristeza y en su profunda apatía.
- No lo sé… - contestó con la mirada perdida en la nada.
De repente, el suave murmullo de un villancico cantado por voces infantiles, se empezó a oír en la lejanía, como un acompañamiento a las profundas inquietudes del ángel.
El hombre metió la manó en un bolsillo interior de su abrigo, y sacó una pequeña petaca plateada que apestaba a whisky.
- ¡Oh! Por favor, no beba más – exclamó Jaim – Así no dejará nunca de verme…
Haciendo caso omiso, elevó la petaca y dejó caer un buen chorro de alcohol en su boca.
Seguidamente, se limpió con la manga.
- Pero… Tienes que ayudarme – suplicó el hombre – Es noche buena y estoy solo; soy un desgraciado.
- … No puedo – repitió Jaim con la mirada en el suelo. Y cansado de aquella conversación, se dispuso a marcharse sin conceder más tregua al solitario borracho.
Entonces, el rostro del hombre se tornó muy serio, como si los efectos del alcohol se hubieran esfumado de su sangre. Sus ojos, antes achispados, enfocaban a Jaim con una gran intensidad.
- A lo mejor, para ser un gran ángel, sólo tienes que creer que lo eres… - dijo con una voz muy profunda. – Quizá, sólo baste con desear ayudar a alguien, aunque a sea un borracho como yo.
Jaim quedó perturbado, sin saber qué decir ni qué pensar.
- Si crees, puedes, amigo. Eso diferencia a los grandes ángeles de los pequeños.
El hombre le dedicó una amplia sonrisa, le agarró suavemente del brazo y le dijo:
- ¡Feliz Navidad, pequeño ángel! –
Y dándose media vuelta, se fue caminado hacía el otro lado del puente, dejando a Jaim visiblemente emocionado, pues sabía que un gran ángel acababa de darle la esperanza que tanto necesitaba.

30 nov 2010

Erase una vez...un cuento

Vladimir Kush

Hace muchos años, cuando Adéle no era más que una niña, creía que la vida, su vida, era un cuento cuyas hojas podía escribir cómo quisiera y cuando quisiera.
Solía imaginarse un libro de tapas antiguas y bordes ligeramente dorados, y cuando lo abría, un aroma a flores frescas le rozaba la pequeña naricita.
La pluma que usaba para escribir, era el fino tallo de una hoja, cuyo color solía cambiar según el estado de ánimo de Adéle: cuando estaba feliz, la proyectaba azul turquesa; cuando estaba enfadada; rojo caoba y cuando tenía ganas de llorar, usaba el azul marino.
Como separador, le gustaba pensar en un hada que dormía entre las hojas del libro, usando aquel peculiar diario como un hogar acogedor en el que resguardarse.
Ese era el mundo que la pequeña Adéle había inventado para escapar de una realidad demasiado nítida. Escribía una hoja cada día, pensando que esas letras irían construyendo su vida, tal cual ella deseaba. No importaba si los acontecimientos se desarrollaban de otra manera, pues al final, todo llevaba a lo que ella había escrito en su diario.
Sin embargo, como le ocurre a todo ser humano cuando abandona la inocencia de la niñez, Adéle descubrió que su vida no podía ser un cuento, y que la realidad eclipsaba aquel bonito universo inventado.
Su mente se volvió racional, escéptica, fría, y eso hizo que la seguridad que sentía en sí misma, se resquebrajara por completo.
Pero Adéle, al igual que todas las personas que luchan por sobrevivir en este mundo, consiguió avanzar en su vida, olvidando por completo el libro que había empezado a escribir cuando era una niña.
Sin embargo, debemos saber que cuando somos niños, nuestros deseos y nuestra imaginación tienen una fuerza especial, y eso hace que cualquier cosa sea posible, aunque haya pasado mucho tiempo…
Cuando Adéle cumplió sesenta y cinco años, sopló las velas sin pensar en ningún deseo en especial, pues ya no creía en esas cosas. Recibió los besos de sus dos hijos, el abrazo de su marido y el regalo de su nieta Alba.
Cuando abrió el presente que la niña le había entregado con suma ilusión, su rostro no pudo ocultar una mueca de sorpresa.
Lo miró detenidamente, lo sostuvo entre sus manos con el pulso descontrolado…
Se trataba de un libro, o más bien, de un diario. Las tapas eran antiguas y los bordes eran ligeramente dorados, y de entre las hojas, asomaba un separador con forma de hada.
- ¿Te gusta? – preguntó Alba con una enorme sonrisa en sus labios.
Fue entonces cuando Adéle descubrió que la magia existe, aunque dejes de creer en ella.

21 nov 2010

Sensaciones

Claude Monet





Imaginemos un tren, antiguo, de los que corren a vaga velocidad mientras un escaparate de verdes paisajes va pasando ante los ojos de los tranquilos viajeros.
Imaginemos, entonces, un viejo tren, no muy lujosos pero si cálido y acogedor.
No sabemos cuál es su destino ni de dónde ha partido. Esa información nos ha sido velada, quizá, porque alguno de los personajes de este relato quiere mantener ese detalle en secreto, o simplemente, sea irrelevante.
Elegimos un vagón, por ejemplo, el número ocho, y entramos en él sólo con pensarlo, pues en realidad, no estamos allí, nadie puede vernos, somos etéreos.
Aparecemos en un angosto pasillo, tenuemente iluminado por una luz cálida de color pastel, y nos damos cuenta de que estamos al lado de una mujer pulcramente vestida. Nos está mirando, pero sin vernos, pues no somos más que una barrera invisible para ella.
La mujer, de unos treinta años, se apresura a refugiarse en su compartimento, y nos damos cuenta de que alguna preocupación que desconocemos, parece adueñarse de ella.
Decidimos seguirla, ya que nos intriga su actitud, y sus pasos nos llevan al compartimento 3 B, un pequeño habitáculo cuidadosamente decorado. En él encontramos una estrecha cama, un asiento de madera y la entrada a un baño que no podemos ver porque la puerta está cerrada.
La mujer se sienta en la cama con el ceño fruncido. Se muerde el labio inferior y suspira cansadamente.
Nosotros nos sentamos a su lado. Parece tan preocupada que nos apena el no poder consolarla, pero no podemos hacer nada más que observar, así que suspiramos con ella y nos mantenemos atentos a sus reacciones.
De repente, la mujer se levanta y sale de nuevo del compartimento, cerrando el cerrojo a su paso y respirando apresuradamente.
Nos quedamos un rato quietos, sin saber qué hacer, pero transcurridos unos minutos sin que ocurra nada, decidimos levantarnos para salir también del compartimento. Sin embargo, algo nos detiene… Algo que no habíamos visto antes, nos hace quedarnos allí, inmóviles.
Advertimos que debajo de la cama hay una especie de bulto negro que sobresale levemente.
No sabemos por qué, nos parece que aquella forma nos oculta algo importante…
Despacio, pero sin detenernos, nos acercamos al borde de la cama y nos ponemos de rodillas. Nos asomamos a la oscuridad y vemos que el bulto negro tiene el tamaño y la forma de una persona…
Lo primero que pensamos es que nuestra imaginación nos juega una mala pasada, pero… ¿y si no es así?
Entonces, la mujer entra de nuevo en el compartimento, cierra la puerta tras de sí y se queda apoyada en ella, mientras un brote de lágrimas empieza a cubrirle los ojos claros.
Pensamos si esta delicada mujer sería capaz de tener un cuerpo escondido debajo de la cama. Pensamos si el bulto negro puede tratarse realmente de una persona. A lo mejor solo es equipaje… Y si es así, ¿por qué llora?
Nunca sabremos qué ocurre en el compartimento 3 B del vagón número 8, pues el personaje de este relato, no quiere desvelarnos su secreto. Tan solo podemos quedarnos con una sensación de desasosiego que nos llevará a construir nuestro propio final.
Pero la mujer, que es el personaje principal de esta historia, ha cometido un error. Ella no quiere que sepamos nada, sin embargo, nos ha dejado una pista sin darse cuenta…
Al lado de la cama, sobre una mesita de noche, reposan dos billetes de tren picados, lo que nos indica que la mujer no viaja sola…

16 nov 2010

FUERZA

Excalibur




Si a tus ojos soy pequeña, a los míos seré grande.
Si piensas que no lo conseguiré, lo conseguiré.
Si tienes miedo, yo seré valiente.
Si lloras, reiré.


Si no amas, yo amaré por ti.
Si me ves débil, entonces, seré fuerte.
Si no caminas, andaré.


Si no escuchas a tu corazón, yo pondré el oído en el mío.
Si no crees en nada, yo creeré en todo.
Si me odias, te perdonaré.


Si me ves como a una loca, yo me veré diferente.
Si no tienes ilusión, yo la guardaré para ti.
Si me ocultas la verdad, la buscaré.


Si te pierdes, abriré mi mapa de estrellas.
Si estás solo, yo estaré contigo.
Si crees que te ahogas, flotaré.


Si me empujas, me volveré a levantar.
Si decides sufrir, yo decidiré vivir.
Si intentas destruirme, pierdes el tiempo, porque TE VENCERÉ.

6 nov 2010

Esperando a Calista

El puente de Carlos, Praga





Mientras la niebla engullía la luz artificial de las farolas, Eliot esperaba inquieto sobre el hermoso puente de Carlos, que atravesaba elegante las aguas del río Moldava.
La noche empezaba a traer consigo las estrellas más brillantes del firmamento, y Eliot, asombrado por la belleza que le ofrecía la ciudad de Praga en aquel instante, no pudo más que sucumbir dejándose llevar por una sonora exclamación.
La Reina nocturna se había apoderado del puente, y la fría niebla recorría las calles convirtiéndolo todo en difusas siluetas.
Aquel era un momento mágico en la ciudad, pero Eliot no lo sabía.
Había quedado en el puente, junto a la estatua de uno de los santos, con una mujer, a la que apenas conocía, pero de la que estaba enamorado. Se llamaba Calista y se habían conocido por carta.
Después de un año reflejando en un papel sus sentimientos más profundos, decidió viajar a Praga, donde ella vivía, para ver al fin el rostro de Calista. Y así, en su última misiva, la citó en el puente de Carlos a las nueve en punto, donde la esperaría con una rosa blanca en la mano.
Sin embargo, ya eran las nueve y cuarto, y Calista no había aparecido aún…
No quedaban muchos transeúntes paseando por el puente, tan solo un viejo violinista, a la espera de alguna moneda más en su sombrero, una pareja de enamorados, que andaban sin prisa mientras se reían tímidamente, y un mimo, que guardaba celosamente su quietud en una postura elegante. Y mientras, Eliot, esperaba impaciente agarrando con fuerza la rosa blanca que llevaba en su mano derecha.
Pasaron quince minutos más, ya eran las nueve y media, y Calista seguía sin acudir a la cita.
La pareja de enamorados ya había desaparecido al otro extremo del puente y el violinista, cansado de tocar para nadie, empezó a recoger su instrumento. Solo el impasible mimo, ajeno a todo lo que le rodeaba, parecía no querer abandonar su postura.
Eliot miro su reloj: las diez menos cuarto… Sabía que Calista ya no vendría…
Abatido, miro la rosa blanca que sostenía en sus manos y la depositó en el suelo suavemente, como si quisiera dejar una señal de su presencia en el puente de Carlos.
Se abrigó el cuello, se frotó las manos y se internó en la niebla hasta que se fusionó con ella, desapareciendo por completo, dejando sólo un rastro de desilusión y tristeza…

Calista descansó de su perpetua inmovilidad, y agitó su cuerpo para despertarlo de un apacible sueño de casi dos horas.
Se quitó el gran sombrero negro que cubría su cabeza, para dejar caer una cabellera dorada que rozaba suavemente sus hombros.
Los ojos claros de Calista escrutaron la niebla, que había hecho desparecer la mitad del puente, pero ya no alcanzaban a ver la silueta de Eliot. Se había ido.
La muchacha había estado observando a su desconocido amante, sin que él pudiera percatarse, durante más de una hora. Intentó salir de su inmovilidad para acudir a su encuentro, pero no pudo, o más bien, no quiso. Pensó que si se conocían, si se veían las caras frente a frente, la magia de la que estaba hecha su amistad, se perdería para siempre, y Calista anhelaba conservar ese amor por encima de todo.
Con una mano en el pecho, para apaciguar el dolor que sentía, se acercó a la rosa y la cogió con delicadeza, como si temiera romperla. Rozó su nariz contra sus pétalos y sintió el olor de la amistad, del amor, de la vida…
Con la flor en la mano, y el corazón lleno de esperanzas futuras, abandonó el puente de Carlos, donde únicamente un viejo violinista había sido testigo de un amor camuflado tras una rosa blanca.

28 oct 2010

La casa de Red Column

Jacek Yerka



La oscuridad de la noche avanzaba como un depredador hambriento, buscando cada resquicio de luz que quedaba para devorar los últimos rayos solares.
La penumbra se abría paso por la calle de Red Column…
No me asustaba la noche, pues las estrellas acompañaban siempre mis pasos hacía mi hogar, y la luna, iluminaba el cielo con un ligero color plateado. Lo que me hacía sentir incómoda, era pasar por la vieja casa que se escondía al final de la calle. Una morada de estilo victoriano que se resguardaba tras una verja oxidada.
Tenía un aspecto siniestro, descuidado y abandonado, sin embargo, la tétrica casa parecía estar habitada, ya que siempre había luz en alguna de sus ventanas.
Aquella noche, en la que la oscuridad empezaba a ser especialmente intensa, intenté dejar atrás el viejo edificio lo más rápido que pude, pero una visión extraña detuvo mi paso acelerado.
En el jardín, al lado de una antigua fuente de piedra, dos ojos felinos de color miel me observaban como si fuera una presa. Sentí escalofríos, pues los ojos del gato parecían hacerse cada vez más grandes. Y entonces, justo detrás del minino, vi la silueta de un hombre que permanecía de pie, con el cuerpo en tensión pero completamente inmóvil. El corazón me dio un vuelco cuando de repente empezó a correr hacia mí, con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarme…
Quizás fue solo un engaño de mi mente, una visión distorsionada por el miedo, pero el caso es que desde aquella noche, no volví a pasar cerca del caserón.
Cambié el recorrido, bordeando la calle Red Clumn, lo que me hacía perder más de quince minutos, pero me libraba del desasosiego que sentía hacía la casa victoriana.
Sin embargo, el destino quiso que poco tiempo después, no me quedara más remedio que pisar la misma acera en la que se aposentaba la siniestra morada.
Eran las siete de la tarde, y como de costumbre en época invernal, la noche ya había caído sobre el pueblo.
Al cruzar la calle principal, tropecé con una inoportuna piedra que me hizo caer de bruces al suelo. Afortunadamente, no había nadie que pudiera regocijarse de mi torpeza, así que me ahorre el bochorno habitual en estas situaciones.
Comprobé que el tobillo me dolía demasiado, posiblemente me había hecho un esguince, y a duras penas podía andar sin sentir morir en el intento.
Los acontecimientos no podían ser peores: mi móvil se había quedado sin batería, lo que significaba no poder llamar a nadie para que me viniese a buscar, así que, no pude más que maldecir mi suerte e intentar llegar a casa por mis propios medios.
Por supuesto, no me planteé evitar la calle de Red Column, y muy a mi pesar me adentré en sus oscuras aceras mientras cojeaba como un perro herido.
El recorrido de la calle se me antojaba infinito, y la parte más elevada de la casa victoriana, la cual podía ver desde lejos, parecía esperarme al final del camino con una insinuante amenaza.
Haciendo de tripas corazón, pase cerca de la verja de entrada a la casa de los horrores intentando no levantar la vista del suelo, pues temía encontrar una sombra fantasmal dentro del jardín.
Pero mi tobillo no pudo resistir más la tortura a la que le estaba sometiendo, y abandonándome por completo, caí de nuevo al suelo, aunque esta vez fue menos estrepitoso.
Me encontraba sentada en la acera, junto a la entrada de la morada victoriana, sin poder mover el pie para escapar de allí… Mi suerte, no podía ser peor...
Mientras pensaba qué podía hacer, ya que esperar a que pasara alguien no era una buena idea, un ruido a mi espalda me hizo contener la respiración…
Se trataba de un chirrido… Una puerta vieja abriéndose…
Con el corazón en un puño, enfrenté mi mirada a la casa y vi como la puerta principal se abría poco a poco, dejando escapar un resquicio de luz proveniente del interior de aquella dejada casona.
No podía controlar mi respiración…
De repente, la puerta terminó de abrirse de golpe, y de ella salió un hombre joven, de unos treinta y pocos años, vestido con un traje negro y tan pálido como la luna.
- ¡Dios santo! – Exclamó al verme en el suelo - ¿Te encuentras bien? – Y corrió ágilmente hasta la verja para abrirla, no sin cierta dificultad a causa de la oxidación.
- Me… me he dañado un tobillo… - susurre aún asustada.
El hombre llegó hasta mí y tendió su mano con una mueca de preocupación en su rostro.
- Por favor, entre en la casa. Te serviré un té caliente.
La visión del otro día me hizo sentir pánico y dudar del ofrecimiento de aquel desconocido, pero lo cierto es que no tenía muchas alternativas, y seguramente podría llamar por teléfono desde su casa.
- … ¿Vive usted aquí? – Pregunté sin poder ocultar lo horrorizada que estaba.
- Por supuesto. – Contestó él sin dar más explicaciones.
Entrar en aquel jardín, de flores secas y maleza amenazante, me resultó demasiado tenebroso, como si una pesadilla se hubiera hecho realidad, pero lo cierto era que mis opciones no eran mejores que esa.
Para mi fortuna, el fantasma de los brazos abiertos parecía no estar allí…
El interior de la casa estaba igual de abandonado que el jardín: Sillones medio rotos, luces parpadeantes, olor a humedad… Parecía imposible imaginar que alguien pudiera vivir entre aquella ruina…
El hombre se comportó como un caballero en auxilio de una dama en apuros. Me preparó un té caliente, me examinó el tobillo herido e incluso improvisó un sencillo vendaje, sin embargo, no me ofreció llamar por teléfono, como yo había pensado…
Cuando le dije que quería telefonear a alguien para que viniera a buscarme, el hombre frunció el ceño y me miró muy seriamente.
- Elena – Susurró – No hace falta, ya estás en casa.
El corazón empezó a latirme con mucha fuerza. ¿Cómo sabia aquel desconocido mi nombre? ¿Por qué decía que ya estaba en casa? Empecé a asustarme.
El hombre me cogió de las manos muy suavemente y me miró con preocupación.
- Por favor, Elena, no empieces con esto otra vez. Todas las noches te espero en el jardín para evitar que te vayas.
No entendía nada, no sabía de qué me hablaba, pero al decirme aquello, supe que era él la sombra de los brazos abiertos… Mi cuerpo se estremeció e intenté zafarme de sus cálidas manos.
Tenía que salir de allí, pues aquel hombre estaba perturbado.
- Esta vez no dejaré que te vayas – dijo con determinación – Puede pasarte algo si sigues andando por ahí tu sola.
- Déjeme salir, o llamaré a la policía – Amenacé a la vez que sacaba el móvil de mi bolsillo.
- Vamos, ese móvil es de juguete, ya lo sabes. Por favor, déjame ayudarte…
Instintivamente mire el móvil que tenía en mi mano y una exclamación de sorpresa salió de mis labios cuando vi que, efectivamente, era un juguete lo que sostenía… ¿Qué estaba pasando?
Aturdida, dejé caer el teléfono al suelo y empecé a sentir un terrible mareo.
- Elena, soy James, soy tu marido y los dos vivimos aquí. Tienes que recordar…
- ¡¿Qué?! – Exclamé aterrorizada - ¡Yo no vivo aquí! Yo vivo en…
De repente, mi cabeza se quedó en blanco. Era incapaz de recordar dónde vivía.
Intenté trazar mentalmente el camino que hacía todos los días para llegar a casa, pero me era imposible recordar más allá de la acera de la morada victoriana en la que me encontraba… ¿Por qué? ¿Qué me estaba haciendo este hombre?
- Perdiste la memoria en un accidente, y desde entonces te escapas todos los días. Tienes recaídas y olvidas todo por completo. Pero no te preocupes, pronto te recuperarás. Yo cuidaré de ti…
Como la sombra fantasmal del jardín, James se acercaba a mí con los brazos abiertos y una tenebrosa sonrisa en su rostro.
Sentí que no tenía escapatoria y las nauseas me invadieron por completo.
Cerré los ojos y rece por despertar de aquella pesadilla, pero ¿y si no era un sueño? ¿Y si era real? ¿Y si era cierto que había perdido la memoria?...

Cuando abrí de nuevo los ojos, me encontraba en la calle. Estaba oscureciendo y las estrellas empezaban a asomarse tímidamente en el cielo nocturno. Sentí el frío en mi piel y eso hizo que me encontrara mejor.
Empecé a andar, no sabía muy bien hacía dónde, pero me pare en seco cuando descubrí que, una vez más, me encontraba en la calle de Red Column, y más adelante, como una sombra viva que me acechaba en la oscuridad, estaba la vieja casa victoriana…

14 oct 2010

Miedo

El grito, de Munch



El miedo es una reacción física del cuerpo humano ante una situación de peligro… Entonces, ¿Por qué tenemos miedo si no hay peligro?



Diana, sentada en un frío banco que adornaba un descuidado parque, se preguntaba por qué tenía miedo. No era la primera vez que aquella interrogación le rondaba por la cabeza, pues llevaba años intentado averiguar cuál era el origen de un absurdo pánico que no le permitía vivir a gusto.
En el parque, cuyos árboles desabrigados de hojas recorrían tortuosos senderos, Diana se sentía mejor, más protegida. Quizás porque la soledad de aquel momento, le parecía una cálida manta a la que aferrarse.
Sumida en las profundidades de su mente, no se había dado cuenta de que un anciano de aspecto amable se había sentado a su lado, para mirar al horizonte con unos ojos ya cansados.
Y así pasaron casi diez minutos, en los que el silencio era lo único que reinaba en el frío banco de metal.
- Parece que va a llover – se animó a decir el anciano con una voz carrasposa.
Diana no dijo nada. Solo le miró y asintió levemente.
- Cuando cambia el tiempo suele dolerme la rodilla ¿Sabes? Y ahora me está matando, así que debe de estar a punto de caer un buen chaparrón –
El anciano acompañó sus palabras con una graciosa risita, intentando quitar importancia a su dolorida rodilla.
Diana dibujo en su rostro una forzada sonrisa. No quería hablar con nadie, pues la gente también le daba miedo, pero aquel señor no tenía la culpa de las angustias de la joven, y por eso no quería parecer maleducada.
Pasó otro rato en los que el silencio volvió a apoderase del banco, pero esta vez, Diana se levantó con intención de marcharse.
- ¡Espera. Se te ha caído esto! – Gritó el anciano cuando ella ya empezaba a alejarse.
Diana se volvió justo a tiempo para ver como el hombre se agachaba torpemente para recoger un papel arrugado del suelo.
- Gracias – Contestó mientras se acercaba de nuevo para recuperar el papel.
Ya sabía lo que había escrito, pero aún así, lo leyó:
¿A qué tienes miedo?
Diana lo había escrito con la esperanza de darse una respuesta a si misma, y despejar el origen de sus ansiedades.
- ¿A qué tienes miedo? – Repitió el anciano al leer el papel por encima de su hombro.
Instintivamente Diana le miro y respondió:
- A la vida.
Se quedó pensativa, ya que su respuesta había tomado forma en sus labios sin apenas darse cuenta.
- Es curioso – susurró el anciano – Yo temo a la muerte.
La joven, a la que conocemos por Diana, pero que en realidad, podría ser cualquiera de nosotros, se vio reflejada en los cansados ojos del hombre desconocido, y se dio cuenta de que un abismo de edad y de experiencias les separaba.
- Sin embargo la muerte no me teme a mí, ni la vida te teme a ti. Ellos continúan su camino – Siguió diciendo el anciano. – La vida nos trae muchas cosas buenas, y las malas… no siempre son tan malas. Depende de cómo quieras verlo. No tengas miedo, porque la vida te la construyes tu misma… Y yo, que temo a la muerte, me pregunto ¿Por qué temo a algo que no existe? Pues al fin y al cabo, mientras viva, la muerte no estará, y cuando muera, yo ya no estaré –
Refunfuñando para sí mismo, el anciano se fue caminando lentamente, perdiéndose entre los invernales árboles deshojados. Mientras, Diana, se quedó inmóvil, con el trozo de papel en su mano y con la mirada puesta en el hombre de avanzada edad, que iba desapareciendo poco a poco, adentrándose en un horizonte lejano.

6 oct 2010

La Mirada

Samuel Beckett



Miro desolado las notas inconexas que he plasmado en un pentagrama absurdo, sin sentido, ilegible… Resaltan deseosas de ser tocadas, anhelantes de verse representadas en el sonido atronador de mi ya viejo piano de cola que tantos años hace que adorna mi sala de estar, más su melodía ya no alcanza a oírse por ninguna parte. Tan solo el polvo acaricia su superficie en burdo intento de hacerlo visible.
Me encuentro sentado en mi añorada banqueta que años atrás me ha acompañado en tantas melodías, en tantas creaciones… Entonces estaba inspirado, lleno de ideas y sentimientos que se agolpaban en innumerables partituras que sonaban como sirenas en mi inseparable piano de cola. Sin embargo, ahora que ha pasado el tiempo, la musa de la inspiración parece haberme abandonado sin ningún tipo de resentimiento. No soy capaz de crear nada que posea un atisbo de congruencia, de armonía, de corazón. No soy más que un mediocre, cansado de verse así mismo, cansado de notas y partituras que no llenan una vida vacía de todo.
Me levanto frustrado después de dos horas recorriendo con los ojos pentagramas huecos e inescrutables. Me dirijo abatido a la puerta de mi casa, y la abro para escapar de un mundo que ya no es el mío, que ha dejado de pertenecerme escapando a un control que creía poseer.
Salgo a la calle e inspiro el aroma del bullicio que cada día adorna la gran ciudad en la que, no se si por fortuna o por desgracia, me he criado.
Veo una marea de cuerpos humanos que corren de un lado a otro en busca de algo que jamás encontrarán. En busca de un sueño que no quiere ser soñado…
Salgo a la calle y en lo primero en que reparan mis ojos es en un vagabundo que se aferra desesperado a un pequeño cuenco de plástico en cuyo interior no hay más que una miserable moneda. Reposa sentado en la acera con una deshilada manta como único sustento para protegerse del incómodo frío que azota las calles en invierno.
Me acerco a el y lo miro. Miro como sus ojos cansados de vivir se levantan y se posan en los míos. El corazón me da un vuelco, se me aceleran las pulsaciones al ver, por primera vez en mi vida, una mirada como aquella. Una mirada penetrante en la que se puede distinguir el desamparo de una vida cargada de sufrimiento y dolor, de decepciones y amarguras, y sin embargo, me sorprendo al descubrir en aquellos ojos transparentes de sinceridad, un resquicio de alegría, de júbilo, de esperanza.
Me acerco aún más, quizás con la intención de darle una moneda, y reparo en un pequeño cartón que cuelga de su cuello en el que se puede leer, no sin cierta dificultad, la palabra GRACIAS. Deposito la moneda en el sucio cuenco de plástico, aún cautivado por esa mirada que parece haberlo visto todo, y sin poder contener mi absurda curiosidad le pregunto:
- Disculpe…¿Por qué lleva el cartel colgado del cuello? ¿no sería más cómodo dejarlo en el suelo?
El hombre, cuya edad es insospechada, me clava sus potentes ojos y me contesta con una voz tan contundente como segura:
- Verá, señor. Lo llevo en el cuello porque cada día agradezco estar vivo. Agradezco poder ver un atardecer coloreado por el sol, y una noche arropada por las más hermosas estrellas. Si lo dejo en el suelo, nadie verá lo mucho que agradezco el pisar un suelo que muchos no pueden.
Vuelvo a mi casa, absolutamente extasiado por la mirada más sabia y más conmovedora que jamás he visto, que jamás he podido percibir.
Me siento frente a mi piano y... Dios mío, las notas empiezan a salir solas, empiezan a manar en una cascada de imparable inspiración. La melodía es perfecta, los acordes son sublimes, la obra es mi gran obra, mi piano vuelve a tener vida, y su sonido recorre cada rincón de mi casa.
El título de aquella espléndida armonía que durante tantos años se había resistido, no podía ser otro: GRACIAS.

28 sept 2010

El Ángel de la guarda



Ángel de la guarda, dulce compañía.
No me desampares ni de noche ni de día…



Sentada en los pies de mi cama, cada noche, mi madre rezaba conmigo al Ángel de la guarda. Yo tenía seis años, y debido a la inocencia que nos caracteriza a esa edad, la idea de un Ángel que velara por el bienestar de cada persona, se me antojaba atractiva, aunque mi mente racional, avisara de una fantasía absurda, escondida detrás de una bonita leyenda.
Fue en aquella época cuando conocí a Aymé, un niño de mi edad que llegó nuevo al colegio, después de haber vivido en una ciudad cuyo nombre resultaba impronunciable para mis inexpertos labios.
Era un niño alegre, con las mejillas sonrojadas y cara de travieso, pero la dulzura de sus gestos suavizaba el aspecto de chiquillo revoltoso.
Nos hicimos amigos desde el primer día y siempre estábamos juntos. Corríamos de un lado a otro, jugábamos al escondite, nos imaginábamos que éramos valientes guerreros y compartíamos nuestra merienda. Parecíamos dos hermanos inseparables.
Recuerdo un día en el que caí por un empinado barranco y me hice una terrible herida en el tobillo. Me puse a llorar desconsolada, pues me dolía mucho, y Aymé, que presenció el accidente, me abrazó con fuerza dándome un besito en la mejilla. Me pareció entonces que el golpe ya no dolía tanto.
Así transcurrieron cuatro años, en los que creí haber encontrado al mejor amigo de mi vida. Sin embargo, un día en el que la lluvia caía sin tregua sobre las calles polucionadas, Aymé se marchó del colegio. Únicamente me dijo que su familia se trasladaba a otra ciudad.
Durante un tiempo estuve triste, melancólica, sin ganas de jugar con otros niños, pero la herida de la soledad no tardó en curarse, y pronto descubrí que la vida seguía adelante, con otros amigos a los que conocer y otras aventuras que vivir.
Pasaron los años, y empecé la universidad. El ambiente era estupendo, y puedo decir que fue una época maravillosa. No me falto de nada, e incluso conocí a Teo, mi futuro marido, que me aventajaba en varios cursos. Sin embargo, la época feliz y alocada, no duro demasiado.
Una fatídica llamada telefónica que me arrancó de un examen, anuncio que mi padre había muerto de un súbito e inesperado ataque al corazón.
Aquel episodio ensombreció mi vida en un instante. Jamás me había enfrentado a nada similar, e ignoraba por completo como afrontar la pérdida de un ser querido.
El entierro fue el peor día de mi existencia, y ni la compañía de Teo logró apaciguar la punzada de dolor que me atravesaba el pecho.
Fue entonces, entre aquel llanto que impregnaba todo lo que había a mi alrededor, cuando apareció Aymé, abriéndose paso entre la gente, como un rayo de luz atravesando un túnel de oscuridad. A pesar de los años que habían pasado, pude reconocerle en seguida.
- ¡Aymé! – Exclame emocionada, y me tiré a sus brazos como si nunca se hubiera marchado.
Me contó que se había enterado de la muerte de mi padre, y quiso venir a acompañarme en aquellos momentos tan duros. Ahora vivía de nuevo en la ciudad, pues estaba haciendo un curso de refuerzo para su carrera.
Aymé estuvo conmigo en todo momento. Me ayudó a sobrellevar la muerte de mi padre y hacer que el dolor se hiciera más leve. Paseábamos juntos, nos contábamos nuestras cosas, estudiábamos en la biblioteca… e incluso llegó a tener una buena amistad con Teo, que al principio estaba un poco celoso, pero le bastó conocerle para entender que era un buen amigo.
Así transcurrió un año, en el que pude sobreponerme a la muerte de mi padre, y aceptar que la vida consistía en aquellas cosas. En esos trescientos sesenta y cinco días, quizás alguno más, la herida de mi corazón dejo de sangrar.
Entonces, Aymé se fue de nuevo. Me dejo una emotiva carta en el buzón, en la que explicaba que un trabajo en otra ciudad requería su marcha, pero se alegraba enormemente de haberme ayudado a superar aquellos momentos tan tristes.
Volví a sentir aquella soledad que me invadió cuando era una niña. Pero el amor de Teo y la dedicación a mis estudios, mantuvieron a raya cualquier inicio de nostalgia.
Pasaron quince años desde que Aymé nos dejo aquella carta de despedida.
En ese escalón de mi vida, me case con Teo y tuve una preciosa hija a la que llamé Sofía.
Era muy feliz, y veía como un nuevo comienzo se extendía ante mí, invitándome a ser descubierto.
Sofía dio una flamante luz a mi existencia. Me encontré con que, todo lo que hacía, era para ella, y estaba encantada con esta nueva etapa.
Sin embargo, como en otros capítulos de mi vida, la tranquilidad se vio truncada por el capricho del destino.
Conocí a Mario, un agradable compañero de trabajo, algo más joven que yo, del que acabé enamorándome. Por supuesto, nos veíamos a escondidas, llenos de dudas y de incertidumbre, llenos de remordimientos y de poca honestidad. Pero en el océano de nuestros corazones, nos queríamos.
Por culpa de mis caprichos amorosos, deje a Teo e hice pasar muy malos momentos a Sofía, que aún era una niña para comprender lo que pasaba.
Con el tiempo, llegué a sentirme tan mal conmigo misma, que caí en una peligrosa espiral de depresión, que me llevó a perder mi trabajo, a desatender a mi hija y a llorar sin miramientos en cualquier lugar en el que me encontrase. Sin embargo, en un frío día de invierno, el destino me llevó de la mano a una cafetería llamada “La gran alegría”, y haciendo honor a su nombre, eso es lo que sentí al encontrar a Aymé, sentado en una pequeña mesa, mientras se tomaba un café en una pequeña taza blanca.
Me sentí muy feliz al verle de nuevo. Pasamos toda la tarde hablando y me sinceré contándole todo lo que me estaba ocurriendo.
Mientras me miraba dulcemente y sonreía como si nada fuera demasiado importante, pensé en que Aymé siempre aparecía cuando las cosas no iban bien en mi vida. Era una bonita casualidad…
Como había hecho otras veces, me dio buenos consejos, me ayudo a centrar mi vida en Sofía, a pedir perdón a Teo por el daño que le había causado y explicarle que estaba enamorada de otra persona. Eso hizo que la carga emocional que sentía, volase para liberar mi mente.
Pero esta vez, la estancia de Aymé fue más corta. Partió sin dar muchas explicaciones justo cuando mi vida empezaba a dar buenos frutos.
Afortunadamente, los años que siguieron a la última marcha de mi mejor, y a veces, enigmático amigo, fueron muy dulces y tranquilos. Volví a enamorarme, mi hija se caso y tuvo dos hijos, y yo me convertí en una abuela que empezaba a disfrutar de su inevitable vejez.
Ahora vivo en una residencia, rodeada de ancianos que, como yo, intentan sobrellevar los pocos años que les quedan. Algunos están mal, otros están mejor, y yo, al menos, conservo algo de lucidez en las neuronas. Por eso estoy escribiendo ahora esta historia, porque ayer, cuando me dio por pensar en la muerte que me acechaba, llegó a la residencia un nuevo morador. Llevaba un gracioso sombrero de vaquero y sonreía dulcemente al mirarme. Aymé había vuelto, tan envejecido como yo y tan travieso como siempre. Se sentó a mi lado, me cogió de la mano y me dijo que había venido para estar conmigo, pero esta vez, para siempre.
Sentada en la cama, escribiendo estas palabras, recuerdo a mi madre rezando al Ángel de la guarda, y sonrío cómplice de mi descubrimiento, al darme cuenta de que Aymé es mi Ángel de la guarda.

21 sept 2010

¿Quién es Camil Bertet?

La Venus del espejo, de Velázquez




El espejo devolvió su imagen, no desprovista de una mueca cruel.
- ¿Quién eres? – Preguntó a su reflejo, pero como era de esperar, no hubo respuesta.
Camil llevaba al menos diez minutos contemplándose así mismo. Se movía de un lado a otro, subía los brazos, se agachaba, aguantaba la respiración... Sin embargo, el espejo, encerraba a un gemelo inmóvil, petrificado, con una leve sonrisa sarcástica como única señal de vida.
Camil se acercó al espejo y lo agarró con ambas manos. Su imagen no respondió, solamente le devolvió una mirada oscura.
- ¿Quién eres? – Volvió a susurrar, pues no reconocía aquella reproducción de su cuerpo, que trataba de generar en él un sentimiento de incertidumbre.
Encontró el espejo dos días atrás, tirado en un contenedor, pero cuidadosamente envuelto en una sábana. Era tan hermoso y parecía ser tan antiguo, que Camil pensó que era un desmesurado error intentar deshacerse de tan exquisita reliquia.
Así acabó el espejo en su casa, y así empezó su imagen a no respetar su propia esencia, saltándose los límites de lo racional.
Pero Camil no se daba por vencido. Quería saber quién estaba al otro lado del espejo, quién se burlaba de él…
Sin embargo, unos días más tarde, cuando Camil quiso de nuevo enfrentarse a sí mismo, no encontró su imagen, no se reflejaba, era como si se tratara de un vampiro o de alguna otra criatura siniestra. Se sintió realmente consternado.
Miró al espejo sin imagen, mientras una absurda idea empezó a recorrer su cabeza.
- ¿Camil? – Susurró, llamándose a sí mismo - ¿Camil Bertet?
- Soy yo – Se oyó responder. Sin embargo, tardó en darse cuenta de que la voz había salido de su propia garganta. Rió ante la comedia que estaba representando.
Fue consciente entonces de que su imagen se había perdido, pero… ¿Se había perdido solo en ese espejo?
Lleno de inquietud, corrió a mirar su rostro en el pequeño espejo del baño. Se plantó delante, con los músculos tensos, y segundos después pudo relajarse al ver reflejadas sus curtidas facciones. Respiró tranquilo, pues su imagen no se había perdido. Era aquel dichoso espejo que había encontrado.
Decidido, Camil cogió la reliquia recién adquirida y se dispuso a dejarla donde la había rescatado: en el cubo de la basura. Sin embargo, nuestro amigo Camil desconoce algo que podría ser importante para él:
No se ha preguntado quién es en realidad Camil Bertet… No se ha parado a pensar si lo que se ha perdido es su imagen o es él…
Quizás, el reflejo del espejo sea el verdadero Camil…

13 sept 2010

La herida

Mark Ryden




Si me dejas, no podré soportarlo…

Esas fueron las palabras malditas que Agnes pronunció antes de abandonar la cafetería.
Lo dijo sin pensar, sin entender su significado, con una mueca de dolor disfrazada dentro de un tono hostil. Se condenó, sin saberlo, a ser la protagonista de su propia desgracia.
La lluvia acompañaba el dolor de Agnes. Caía tanta agua sobre las calles de la gran ciudad, que el fin del mundo parecía estar próximo. Era como presenciar un nuevo diluvio dirigido por la mano de Dios.
Empapada y con el corazón abatido, la muchacha se alejo de la cafetería en la que León, el hombre al que amaba con locura, se había despedido de ella.
Si me dejas, no podré soportarlo… Había dicho Agnes. Pero León no sucumbió al dolor de la joven. Quiso ser fuerte y dejar a una mujer que se había obsesionado con una relación perfecta, y con un hombre perfecto. Aquello no existía para él.
Cuando esa misma noche, Agnes se desnudó para tomar un baño caliente, descubrió una pequeña herida muy cerca de su pecho izquierdo. No recordaba haberse dado ningún golpe, pero… no le dio demasiada importancia. Se metió en el agua y cerró los ojos con la esperanza de retener en su mente la imagen de León.
A la mañana siguiente, la herida se había hecho más grande y tenía un aspecto terrible. Era como si un cuchillo hubiera desgarrado la delicada piel de Agnes para intentar introducirse hasta su corazón.
La muchacha curó la extraña herida que asolaba casi todo su pecho, y se la tapó cuidadosamente con una venda. Tenía la esperanza de que desapareciera de la misma forma que había aparecido. Sin embargo, lejos de que el deseo de Agnes se cumpliera, ocurrió algo que intensificó la gravedad de lo que estaba pasando.
León estaba sentado en la cafetería de siempre, tomando su habitual té verde con un toque de anís. Al verle a través del gran ventanal, la joven se detuvo y posó sus manos en el cristal, pero León, que hojeaba distraído un periódico, no la miró, no se percató de su presencia, ni siquiera hizo ademán de recordarla… Fue cuando la herida comenzó a sangrar…
Agnes no podía seguir caminando. Se encontraba débil y su pecho le dolía intensamente. Volvió a su casa, donde desnudó de nuevo su cuerpo y arrancó los vendajes que cubrían la herida. Mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en León, en su rostro, en sus caricias, en sus palabras, en su olor… No quería olvidarle…
Y la herida sangraba cada vez más…
Agnes cayó al suelo, abatida, casi exánime. Sólo pudo ver a través del espejo, como su imagen se iba apagando poco a poco, recibiendo el frío de una oscuridad que quería atrapar su cuerpo para siempre.
Si me dejas, no podré soportarlo…
Agnes comprendió que su obsesión por León la había matado.

6 sept 2010

Despertar

M. C. Escher

Desperté empapada en mi propio sudor, sumida aún en un mundo onírico imposible, que acechaba mi mente como una garra turbadora.
Me senté en la cama y encendí la luz con la esperanza de sentir algo de calor y compañía, pues la oscuridad siempre se tornaba antipática después de una pesadilla.
Noté que tenía sed. La desagradable experiencia me había dejado la boca seca, así que, salí de la comodidad de la cama para dirigirme con pasos lentos a la pequeña cocina.
Sin embargo, al encender la luz del pasillo, advertí que había algo distinto… Algo había cambiado, pero no sabía que era…
Sin darle mucha importancia, seguí mi camino hacia la cocina, donde una botella de agua fresca me esperaba en la nevera. Pero la puerta de la cocina no estaba en su lugar… había desaparecido…
Me quedé quieta, pensando qué podía estar ocurriendo. ¿Me encontraba desorientada? Pero ¿Por qué iba a estar desorientada?
Seguí caminado por el pasillo y mi mente se colapso al descubrir que el corredor terminaba en una robusta pared, en lugar de morir en la puerta principal de salida a la calle.
Aquello tenía que ser un sueño, era la única explicación.
Volví sobre mis pasos y me aventuré a regresar a la habitación, con la esperanza de que todo siguiera igual allí, pero el optimismo se desvaneció por completo al encontrarme con unas escaleras donde debía estar mi dormitorio. Resignada, subí por ellas, pisando con los pies descalzos unos escalones de frío mármol, y no pude más que echar de menos unos calcetines.
Cuando llegué a último peldaño, mi extrañeza se transformó en desasosiego. Lo que veía ante mí, era mi casa de nuevo, pero con una estructura diferente, llena de niveles y escaleras que no iban a ninguna parte.
Cerré los ojos y deseé despertar otra vez, pues estaba claro que estaba soñando que había despertado, pero las mentes eran traviesas, y solían divertirse a costa de nuestra ignorancia.
Al abrir los ojos, descubrí contenta que me encontraba en la cama, tapada hasta el cuello con mi edredón de plumas. Ahora sí, había despertado.
Encendí la luz y me incorporé mientras desperezaba el cuerpo estirando los brazos. Noté que tenía sed, y me dispuse a llegar a la cocina para disfrutar de un relajante vaso de agua. Sin embargo, al salir al pasillo, me encontré con una infinita escalera que me obligaba a subir hacia ninguna parte…

1 sept 2010

Pasajeros del mundo

Foto de Silvia Meishi


El barco navegaba sin prisa sostenido por las tranquilas aguas del Fiordo del Sueño.
Helli, apoyada sobre la barandilla de proa, admiraba una inmensidad cuya belleza no podía ser más perfecta. Aquellas montañas, asombrosos relieves dejados por la huella de un glaciar ya extinto, se elevaban grandiosas intentando alcanzar el sol.
El mar, que hacía tantos años se había internado en el paraje del sueño, ondeaba indiferente ante el paso de las pequeñas embarcaciones.
La naturaleza más viva plasmaba una profunda huella en los ojos de Helli, que no podía dejar de encandilarse por el espectáculo que le ofrecía la vida.
Sin embargo, la muchacha, no estaba sola en el barco del sueño. Compartía su viaje con desaliñados turistas, elegantes mujeres mayores y curiosos niños que corretean de un lado a otro.
Helli se dio cuenta entonces de que todas aquellas personas compartían con ella un barco aún más grande: el barco del mundo. A pesar de que cada uno tuviera trazado un destino distinto, todos eran pasajeros de la misma embarcación: La vida.
Así pues, los pasajeros del mundo, que desconocen la idea de un largo viaje en barco sobre el mar de la vida, se dirigen impasibles en busca de su propia aventura.
¡Buena suerte!

27 ago 2010

Cumpleaños

Ilustración de Antonio Sejias



31 de agosto ¿Quién me presta una escalera para subir al cielo?



No me di cuenta del día que era hasta que lo vi en el calendario. Eso me entristeció, pues años atrás no se me habría olvidado. Ahora resultaba algo lejano, distante en el tiempo, como si se tratase de una vida pasada que ya no es posible recuperar.
Hoy era su cumpleaños, y un año más, no podía felicitarle…
Me encontraba en mi despacho, frente al ordenador, y mi atención se desvió por completo al paisaje campestre que se extendía más allá de la ventana. Un poco más arriba, estaba el cielo, un mar de inquietas nubes que volaban alegres bajo la lluvia de los rayos solares.
Como me gustaría poder llegar hasta allí…
Abrí la ventana y llené mis pulmones de aroma primaveral. Me sentí acariciada por la vida, embriagada por el universo, capaz de hacer cosas increíbles.
- ¿Quién me presta una escalera para poder subir al cielo? – Pregunté a los transeúntes que paseaban bajo la sombra de mi ventana.
Muchos de ellos no me oyeron, pero un hombre que vestía un mono azul de obra, alzó la vista hacía mi e hizo bocina con las manos para decirme:
- Yo puedo prestarle una escalera. Es muy larga y seguro que la lleva hasta el cielo.
Contenta, baje del del edificio que tantas horas me tenía trabajando, y cogí la escalera que el hombre del mono me había ofrecido.
La puse mirando hacía el cielo y empecé a subir mientras iba estirando sus múltiples extensiones.
En poco tiempo, pude llegar al cielo. El mar de nubes me rodeaba por completo, y la luz del sol iluminaba todo lo que había alrededor. Era un espectáculo maravilloso.
Entonces, de entre aquella maraña de algodón blanco, apareció él, caminado lentamente mientras sonreía alegre al darse cuenta de cómo había llegado hasta allí.
Corrí pisando elásticas nubes y me tiré a sus brazos como lo hacía cuando era una niña pequeña.
Le di un besito y en un susurro le dije:
- Feliz cumpleaños.
Al fin pude cumplir mi deseo de felicitarle… De subir hasta el cielo y darle un abrazo…
Entonces, desperté de mi ensoñación. Volví al despacho en el que me encontraba desde hacía ya varias horas y miré la fecha que marcaba el calendario: 31 de agosto…
Pensé que quizás no pudiera conseguir una escalera para subir al cielo, pero mi mente si podía volar hasta allí, y estaba segura de que mi corazón y el suyo estaban unidos por un lazo hecho de amor.



Dedicado a mi padre.

3 ago 2010

La lucha

Klimt, muerte y vida



Sentado en el despacho, buceaba en el océano de mi imaginación con la esperanza de encontrar una buena idea para un nuevo relato. No lo conseguiría fácilmente, pues mi vieja cabeza ya no construía elaboradas narraciones como antaño, aunque aún conservaba un resquicio de inspiración que me mantenía a flote en el inquieto mar de la creatividad.
El folio permanecía atrapado bajo las garras de mi inseparable Olivetti. Esperaba, en blanco, ser aporreado por letras que formasen una historia que contar, una fantasía en la que sumergirse. .. Sin embargo, no había más que vacío.
De repente, alguien llamó a la puerta… Era de noche y helaba bajo la fría capa de invierno. ¿Quién podría ser?
Me levanté, no sin cierta dificultad a causa de la avanzada edad que cargaba a mis espaldas, y me arrastré hacía la puerta como un alma errante que ha perdido su rumbo.
-¿Quién es?- Pregunté, elevando la voz todo lo que fue posible.
Nadie contestó. Nada se oía…
Asomé el ojo derecho por la estrecha mirilla, pero no había nadie al otro lado.
Volví sobre mis pasos, pero esta vez, no continué escribiendo. Me serví un whisky solo, y me acomodé en el sillón de terciopelo verde. Ese era el momento que más me relajaba del día.
Observe como los hielos se golpeaban mientras flotaban sobre el potente líquido alcohólico. Parecían disfrutar de ese instante tanto como yo.
Unos fuertes nudillos golpearon de nuevo la puerta.
Me revolví en el sillón, inquieto, y maldije al inoportuno que se empeñaba en perturbar la quietud de mi morada.
-¡¿Quién anda ahí?!- Grite desde la comodidad del asiento.
De nuevo, nadie contestó. Era como si un crío se estuviera burlando al otro lado del umbral.
Moje los labios en el whisky helado y traté de evadirme de aquel molesto percance.
Los golpes en la puerta volvieron a retumbar en mis oídos…
Malhumorado, volví a levantarme, pero antes de que pudiera mover mis lentas piernas, la puerta empezó a abrirse poco a poco, como si una ráfaga de aire quisiera colarse sin pedir permiso.
Me recosté en el sillón, asustado, con el corazón latiendo demasiado rápido… Era incapaz de hacer cualquier movimiento.
El chirrido de las gastadas bisagras se apoderaba de la estancia como una garra amenazadora. Alguien estaba entrando en mi casa, en mi salón, burlando la seguridad del cerrojo.
Finalmente, la puerta terminó de abrirse. Una mujer alta, cuyo vestido negro acentuaba su delgadez, se deslizaba sin tocar el suelo, flotando a tres palmos del frío mármol.
Quedé horrorizado ante aquella visión fantasmal, y no pude más que acurrucarme en el terciopelo del sillón, mientras aquella ánima, de cabellos oscuros y ojos violetas, volaba a mi encuentro.
- ¡No! – Grité desesperado - ¡Vete!
La mujer se detuvo frente a mí y me miró con una intensidad perturbadora.
- He venido a buscarte – dijo con una voz que no era de este mundo – Ya no puedes seguir aquí.
Confuso, creí saber quién era aquella inesperada visita. Llevaba algún tiempo esperando, pero nunca imagine que la muerte pudiera tener ese aspecto. Sentí escalofríos…
La mujer tendió la mano y me invito a volar con ella.
Mire de reojo el folio blanco atrapado en la Olivetti, y una punzada de dolor me atravesó el cuerpo al pensar en que no tendría tiempo de escribir un último relato. Si mi mente hubiera estado más lúcida…
De repente, otra aparición entró por la puerta. Se trataba de un niño, vestido con traje chaqueta naranja, como el atardecer, que caminaba con soltura mientras lucía una dulce sonrisa en su menudo rostro.
La expresión de la muerte se torno siniestra al percatarse de la presencia del pequeño.
- Este hombre aún no pude irse. Ha de escribir un último relato – anunció, como leyéndome el pensamiento.
Identifiqué al curioso niño como a la vida. No fue difícil adivinarlo, pues la luz que desprendía su cuerpo eclipsaba la oscuridad de la muerte.
- No – Dijo la mujer con aquella voz sepulcral – Ya no hay más que hacer aquí. Debe irse.
Yo no sabía a quién mirar. Por un lado, el niño me invitaba a seguir su camino para adornar el folio en blanco que se había quedado solo en la máquina de escribir, por el otro, el espíritu oscuro, ofrecía un esperado descanso en la eternidad.
Los dos se enfrentaron, como gatos a la espera de que su enemigo ataque primero…
Acurrucado en mi sillón, cerré los ojos y espere… Espere a que el vencedor de aquella lucha encarnizada me llevara con el…
Entonces, sin saber cuánto tiempo había pasado, una ráfaga de aire invadió la estancia y cerró la puerta de golpe, sumiendo todo lo que había alrededor en una apacible tranquilidad.
Abrí los ojos, las ánimas se habían ido, la copa de whisky permanecía en mi mano, la Olivetti me invitaba a aporrear sus teclas… Me llevé la mano al pecho, estaba dolorido.
Me di cuenta de que mi corazón había estado a punto de pararse, de abandonarme para siempre. Sin embargo, por esta vez, la vida, había ganado la batalla.

29 jul 2010

Nara




Nara no es más que un perro. No tiene la inteligencia de un ser humano y por ello no es consciente del significado real de la vida. No sabe que vivir no depende de ella…
Quizás, porque no puede poner su cerebro a razonar, Nara no entiende lo que le ocurre, ni por qué está sola. Se limita a vagar por el mundo, impasible a los ojos humanos que la miran, a veces, con desprecio. Se limita a buscar algo de comer entre los restos de basura. Se limita a cobijarse del duro frío de invierno. Se limita, pues, a sobrevivir…
La vida de Nara no siempre ha sido así, y ella tiene la capacidad de recordar que hubo un tiempo en el que fue feliz, aunque no entiende por qué esos días han desaparecido.
Si piensa en el pasado, puede recordar las caras humanas que la sonreían, las suaves manos que la acariciaban y las dulces voces que mimaban sus oídos, aunque no podía comprender el significado de aquellas palabras. Vienen a su memoria resquicios de una vida familiar, cuyos miembros, un día la aceptaron, y al otro se arrepintieron.
Nara camina sola, sin rumbo… Sus ojos reflejan tristeza, sus patas están cansadas, su pequeño corazón está roto…
Nadie sabe qué será de ella. La gente que la ve trotar por la calle, no se pregunta cuál será su futuro y cuál fue su pasado, solo algunos posan sus ojos en Nara y la miran con ternura, desando que le vaya bien.
Pero ella no sabe por qué tiene luchar, ni por qué tiene que seguir. Solo puede acurrucarse bajo la sombra de un portal caliente, cerrar los ojos, y soñar con aquellos días en los que había gente que la quería…





Dedicado a todos los perros abandonados que no han tenido otra oportunidad.

23 jul 2010

Palabras



La pluma refleja la personalidad de su dueño… Es inquietante la conexión que puede existir entre ellos…




El plumín se deslizaba suavemente sobre el papel. Iba de un lado a otro, movido por la fuerza de una mano solemne, grave, rebosante de determinación. Caminaba como el hombre que se dirige hacia un destino que no teme.
Las frases empezaban a tener un sentido, sin embargo, para Alan, no había más que palabras que se unían a otras mediante normas gramaticales. No lograba entender por qué estaba escribiendo aquello ni adónde le llevaría.
Días atrás, Alan había tenido un sueño. Una desagradable experiencia onírica que le dejó profundamente marcado:
Alan despertó con aquel ser a su lado, en la cama, envuelto entre las sábanas de color pastel… El espanto que sintió le dejó ahogado y sin respiración.
No sabía si era un hombre o una mujer, pues sus rasgos andróginos, ocultaban su posible sexo. Destacaban, sin embargo, unos enormes ojos negros cuya profundidad no se podía definir.
Él o ella, abrió aquellos expresivos ojos negros y se incorporó para observar a Alan más cerca.
- Palabras… - susurro la criatura sin delatar ninguna expresión en su rostro. – Busca palabras…
Entonces, empezó a llover en la habitación… Caían gotas de tinta negra sobre el muchacho y sobre el ser, que empezó a desaparecer hasta convertirse en un charco oscuro adherido a las sábanas.
Cuando Alan despertó, supo que tenía que encontrar las palabras.
Llevaba días escribiendo con su pluma palabras sin sentido que le venían a la cabeza. Más tarde, empezaron a surgir frases coherentes, pero ahora, se preguntaba qué era lo que estaba haciendo ¿A caso había enloquecido?
Fue entonces cuando se dio cuenta…
A un lado de su pluma, escrito con letras elegantes, se podía leer Mots, que significaba palabras en francés.
Intuitivamente, Alan desenrosco la estilográfica, dejando dividida la palabra Mots. Se dio cuenta de que el pequeño depósito que contenía la tinta se había roto, y el líquido negro se derramaba muy despacio, como una herida que sangra poco a poco.
Se acordó entonces de su sueño, en el que la tinta llovía de ninguna parte…
¿Sería la criatura sin sexo una manifestación de su pluma? ¿Le pedía ayuda para ser reparada?
Alan negó con la cabeza, pues aquella respuesta le parecía irreal, sin embargo, al mirar la pluma fijamente, advirtió como se parecía el color negro de la tinta a los ojos de la criatura….

18 jul 2010

Café de Oriente

Vincent Van Gogh


En la plaza de Oriente, junto al palacio Real, un hombre suele tocar el acordeón al compás de su propia alegría. La gente le observa mientras se moja los labios en un exquisito café, sentados en las veraniegas terrazas de la plaza madrileña.
El acordeonista toca al caer la tarde, durante tres o cuatro horas, y se deleita tanto con sus recitales que siempre tiene una dulce sonrisa en su rostro. Ese detalle, llena de expectación a los transeúntes.
Desde sus mesitas de café, la gente ve como Mateo, que así se llamaba el hombre del acordeón, recibe la visita de un peculiar admirador. Se trata de una pequeña niña, de no más de cuatro años, que se ha soltado de la mano de su padre para quedarse de pie, inmóvil, escuchando con la carita muy seria las notas que vuelan por la plaza de Oriente.
Mateo, encantado con su nueva espectadora, sonríe a la pequeña y le dedica una pieza alegre e infantil que poca gente es capaz de captar.
La música, suena ahora con más intensidad, con más brillo… Es la complicidad de dos corazones que se están entendiendo sin palabras.
El padre de la niña, busca una moneda en su bolsillo y se la ofrece a su hija para que, cuando Mateo acabe, pueda echársela en la funda de su acordeón.
La niña, cuyo vestidito se ha manchado de chocolate, se acerca muy tímidamente al acordeonista. Parece tener un poco de miedo al verse sola, pero los ánimos de su padre consiguen alentarla hasta su destino.
Finalmente, después de unos torpes pasos, alcanza la funda del acordeón y suelta la moneda con un ademán de triunfo.
Mateo, visiblemente emocionado, da las gracias a la niña, que sale corriendo hacía los brazos de su padre, ruborizada por el protagonismo del momento.
Una pareja de amantes, que observa la escena desde una de las mesas del café de Oriente, no puede reprimir una sonrisa de emoción ante aquel arrebato de ternura. Piensan que son pasiones escondidas que la gente se esfuerza en ocultar, pero que a veces, salen a la luz para iluminar a los demás.

15 jul 2010

El escondite de Mitsu

Charles Wysocki (1928 - 2002)

Me costó abrir la puerta. La llave se resistía a girar dentro de aquella cerradura vieja y deteriorada, y mis hábiles movimientos de muñeca, no conseguían romper su hermetismo.
Afortunadamente, la virtud de la paciencia, me permitió encajar la llave con un suave “clic”, y pude al fin empujar la robusta puerta para encontrarme con un fuerte olor a cerrado.
Sin embargo, aquel desagradable comienzo, se convirtió en algo secundario cuando entré en el recibidor y vi la nobleza de la que estaba rodeada.
Era un piso muy grande, gustosamente amueblado, y a pesar de que el polvo se había hecho dueño de todas las estancias, se respiraba elegancia entre aquellas paredes.
La casa se encontraba en una exclusiva comunidad de pisos antiguos de lujo, y el dueño era el señor Salvatierra, un anciano viudo que llevaba varios meses viviendo en la residencia en la que yo trabajaba. Al no tener familiares cercanos, y ver en mi cierta confianza, me pidió que le trajera algunos libros de su biblioteca personal.
Antes de adentrarme en la casa, decidí que sería mejor buscar el cuadro de la luz y despojar a las habitaciones de la oscuridad que las atrapaba.
Un largo pasillo se iluminó con un suave parpadeo. Parecía no tener fin, y estaba decorado con grandes cuadros, muchos de ellos, impresionistas. Sospeché que más de uno podría tratarse de un Monet o de un Renoir autentico.
Fue entonces cuando oí el cascabel. Un lejano “tilín”, similar al de una pequeña campana, hizo eco en algún lugar del piso.
Me quedé un instante quieta, con la esperanza de oírlo de nuevo, pero no hubo suerte. El silencio fue lo único que parecía estar allí.
Me interné en las entrañas de la casa, y la primera estancia que descubrí fue la concina. Recuerdo que era muy espaciosa, con mucha luz, y daba a una terraza cuya puerta estaba cerrada con llave.
De repente, el suave “tilín” de un cascabel volvió a oírse de nuevo, pero esta vez, parecía estar más cerca. Sonaba como si se estuviera moviendo…
Mire al final del largo corredor sin encontrar nada extraño ¿Qué podría ser? En aquel momento, me invadía la curiosidad.
-“tilín”…”tilín”…
El cascabel se movía ahora muy rápido y podía oírlo con mucha intensidad, sin embargo, no veía nada…
Abandoné la cocina y continué caminado por el extravagante pasillo, cuyos cuadros impresionistas acaparaban mi atención sin quererlo. Llegué al salón principal, una gran estancia repleta de muebles antiguos y cubierta por tres grandes alfombras que se me antojaron demasiado clásicas.
El cascabel había dejado de oírse. El silencio, reinaba de nuevo en el piso del señor Salvatierra.
Entonces, como si de una exhalación se tratara, una sombra menuda atravesó el salón, mientras el “tilín” acompañaba su rápido movimiento.
El corazón me empezó a latir con fuerza. Ya no sentía curiosidad…
Algo rozó mi pierna… Di un exagerado respingo y me sacudí todo el cuerpo como si un demonio me hubiera poseído. Quería quitarme aquello que me había contaminado. Cuando recuperé el aliento y la cordura, me encontré bajo la mirada de un gato siamés sentado a unos pocos metros de mí. Permanecía tranquilo, emitiendo un suave ronroneo, y de su collar colgaba un cascabel junto a una placa dorada en la que se leía “Mitsu”.
Me sentí avergonzada y traté de disimular mi actuación atusándome el pelo, pues, aunque solo el gato me había visto, no pude evitar ruborizarme.
- Hola – Susurré mientras alargaba la mano para acariciarlo - ¿De dónde sales tú?
El señor Salvatierra no me había dicho que tuviera un gato, y me resultó muy extraño que viviera solo en casa, sin nadie que lo cuidara. El piso llevaba vació más de seis meses…
El minino, cuyo nombre era Mitsu, olisqueó mis dedos con cierta precaución, manteniendo siempre la distancia. Me reconoció durante unos segundos, y luego se fue contoneando su gracioso cuerpecillo.
Después de haber descubierto el origen del misterioso cascabel, me centre en el menester que me había traído hasta allí: encontrar la biblioteca y coger dos libros que me había encargado el señor Salvatierra.
Dispuesta a ello, fui adentrándome cada vez más en el piso, descubriendo sus secretos, los gustos de sus dueños. Era como una pequeña aventura y me sentía emocionada.
En la lejanía seguía escuchando el cascabel de Mitsu, pero ya no lo prestaba atención. Formaba parte del sonido de la casa.
La biblioteca estaba casi al otro lado del largo pasillo principal. La encontré después de recorrer dos dormitorios y una salita de estar, y me sentí mejor cuando descubrí que piso del señor Salvatierra tenía fin.
No pude sentir sino envidia, al ver aquella colección de libros antiguos sostenidos por elegantes estanterías, e incluso puede distinguir una edición de 1911 de la enciclopedia Británica. Era espectacular. Sólo entre libros y cuadros, allí había una fortuna.
Buscando los libros que me había encargado el anciano, tropecé con los ojos de Mitsu, que me miraban entornados desde el rellano de la puerta. Permanecía inmóvil, observándome…
Seguí con mi tarea sin hacer caso al felino. Sacaba un libro, lo hojeaba, lo volvía a dejar, cogía otro… Así hasta encontrar el primero de ellos: Antología poética de Antonio Machado.
Sólo me quedaba por localizar Los Sueños, de Quevedo.
El gato seguía con sus ojos clavados en mí. Ni siquiera se había movido. Daba la impresión de ser una estatua…
La actitud de Mitsu empezaba a ponerme nerviosa. Pensé que quizá tuviera hambre, pero se le veía con un aspecto estupendo.
Le hice un gesto para que se fuera, pero el gato no parecía inmutarse ante mis bruscos ademanes, así pues, ante mi fracaso, recuperé la atención en Los Sueños de Quevedo, cuyo volumen acabé encontrando después de recorrer un par de estantería más.
El gato ya no estaba. Se había esfumado con un sigilo sobrenatural, pues no había escuchado el cascabel moverse, al igual que cuando me lo encontré en la puerta de la biblioteca…
Con los libros en la mano y mi objetivo cumplido, decidí que ya era hora de marcharme. Me aseguré de tener las llaves de la vieja casa en el bolso y eché un vistazo a la calle por una de las ventanas de la biblioteca. El cielo estaba cubierto por una amenazante capa de nubes grises, con lo que, debía darme prisa si no quería acabar bajo un manto de agua polucionada.
Pero al pasar de nuevo por el salón, un detalle antes inadvertido acaparó mi atención, impidiendo el propósito de marcharme.
Se trataba de una fotografía cuidadosamente enmarcada, que impoluta de polvo, descansaba sobre una elegante mesita de mármol. El señor Salvatierra, que contaría con diez años menos, posaba solemne junto a un gato siamés, al cual mantenía cómodamente cogido en sus brazos. La placa y el cascabel no dejaron lugar a dudas, era Mitsu.
De repente, el cascabel empezó a oírse de nuevo con mucha fuerza, y me hizo dar un respingo. El sonido era muy fuerte, como si hubiera eco, e inexplicablemente, el “tilín” de otros cascabeles parecía haberse unido hasta formar un bullicio insoportable.
El corazón me latía con mucha fuerza y el miedo empezaba a tomar forma dentro de mi cuerpo. Agarre los libros, me tapé los oídos y me dirigí hacía la salida, mientras los fantasmales cascabeles me perseguían retumbando por todas partes.
Cuando cerré la puerta de la casa, puede ver por unos segundos como Mitsu me despedía sentado al final del largo pasillo.

Dos días después pude entregar los libros al señor Salvatierra, el cual se puso visiblemente contento al tocar sus valiosos ejemplares.
No quise hablarle del curioso episodio vivido en su piso, pues aún no estaba segura de que fuera algo distinto de mi alocada imaginación, pero sí le pregunté por el gato de la foto que había visto en salón.
El señor Salvatierra sonrió con nostalgia e hizo ademán de recordar:

Ah, sí, Mitsu…Es una joven gatita con la que compartí tres años de mi vida.
Me la dieron muy pequeña, apenas me cabía en la palma de la mano... Me parecía estar cogiendo un pequeño ratoncillo, sin embargo, su inteligencia era abrumadora…
Le gustaba jugar al escondite, y en más de una ocasión se ocultaba tanto que no aparecía en varios días, así que, le compre un cascabel para saber siempre dónde se encontraba.
Pero, una fría noche de invierno, en uno de nuestros juegos, desapareció sin dejar rastro. Durante días estuve escuchando el cascabel, pero no era capaz de averiguar dónde se había escondido Mitsu. La busqué por todas partes, e incluso en otros pisos, pero no daba con ella. Parecía haberse vuelto invisible.
De repente, casi una semana después, dejé de oír el cascabel…
El sonido de sus movimientos, ya no se escuchaba…
Empecé a angustiarme, pues pensé que le podría haber pasado algo, y la tenía tanto cariño que me horrorizaba la idea. Sin embargo, mis peores pensamientos se hicieron realidad….
Casi tres meses después, encontré su cuerpecillo en la biblioteca, detrás de una fila de libros de colección. Su collar se había enganchado entre uno de los grandes tomos de la recopilación, y le fue imposible zafarse…
Me di cuenta entonces, de que por ese motivo, había estado escuchando el cascabel durante tantos días…

8 jul 2010

El alma del Almendro

Van Gogh

La gente cree que no siento las cosas, que no observo lo que sucede a mí alrededor, que no lloro cuando estoy triste, o que no río cuando estoy contento.
No lo saben porque piensan que bajo mi aspecto inmóvil y robusto no hay nada. Creen que estoy hueco de alma y vacío de corazón, que la vida y el dolor no forman parte de mi ser. Creen que carezco de pensamiento, de valores y de sentimientos.
Pero no les culpo por ello, al fin y al cabo, jamás serán capaces de ver más allá de esta vida que Dios, la naturaleza, el destino, o como quiera que se llame, me ha dado.
Sin embargo, bajo este tronco de corteza robusta; bajo estas ramas que se retuercen en busca del sol; bajo estas raíces que escarban la tierra, y bajo mis pequeñas florecillas de color rosa, se esconde el alma con el corazón más grande que uno pueda imaginar. Lo triste es que sólo yo lo sé, yo, y los seres vecinos cuyas raíces comparten suelo con las mías.
Ni siquiera tengo un nombre, aunque la gente que pasea a mí alrededor suele llamarme almendro, pero no tengo un apodo que me diferencia de mis hermanos, y eso me entristece mucho porque me hace pensar que las personas nos ven a todos iguales.

La verdad es que no recuerdo cuanto tiempo llevo aquí, quizás años y años, no lo sé…, pero me gusta mi casa, a pesar de ser un paisaje perpetuo e inmóvil, cada día veo cosas diferentes.
Mi hogar es un parque de praderas verdes y estanques cristalinos, de pequeños animalillos y grandes árboles de diversos tipos y alturas.
A veces vienen ardillas a refugiarse entre mis ramas cuando la lluvia encharca el parque, o a comerse mis almendras cuando mis florecillas rosadas se transforman en ellas. Pero no me molesta, es más, me siento útil y necesario, y he de añadir que las ardillas son grandísimas amigas.
En fin, así es mi vida. A veces algo aburrida y monótona, pero aprendo mucho observando todo lo que sucede a mi alrededor, y sobre todo, aprendo mucho de los hombres. Son crueles, si, y en ocasiones actúan de manera incomprensible para mi, pero resultan tan interesantes que no puedo evitar el escuchar sus conversaciones.
Normalmente vienen por las tardes, cuando el sol aún calienta pero no quema. Se sientan bajo mi regazo a leer un libro o bien para simplemente pensar, y sonrió a mi manera cuando el viento me trae delicadamente sus inquietudes más profundas, sus miedos y sus ilusiones. No es que lea el pensamiento de la gente, no, es sencillamente la suerte de formar parte de la naturaleza. Estamos en absoluta armonía y nos ayudamos los unos a los otros. En mi caso, el viento y yo somos viejos compañeros. El me trae los pensamientos de la gente y yo, a cambio, le dejo juguetear con mis flores; es una simbiosis.
Como explicaba, me resulta curioso escuchar esas ideas tan dispares que se acumulan en la cabeza de las . En general son cosas mundanas y sin mucho interés, pero a veces descubro que hay personas que no parecen ser de este mundo, y me gusta que vengan a meditar bajo mis ramas pues me dan una gran cantidad de información. Disfruto mucho, sin duda.

Y así paso mis horas, jugando con el viento mientras investigo dentro del alma de la gente. Pero no todo es siempre tan hermoso, en ocasiones ocurren cosas terribles que cambian tu vida para siempre y que nunca imaginas que van a suceder.
Fue una calurosa noche de verano. Un hombre cuyo semblante rebosaba tristeza y nostalgia, acudió a mi tronco para despejar su mente y poder llorar a gusto. Recuerdo que se encendió un cigarro y se lo fumó lentamente, como si quisiera que el tiempo no pasara. Pero por desgracia, cuando acabó con aquella barra de nicotina, la tiró sin más al césped y se fue sin darse cuenta de lo que estaba apunto de desencadenar.
En seguida apareció el fuego como un espectro destructivo que se abría paso a través de la noche.
El viento dejo de soplar para no ayudar al fuego en su avance, pero no sirvió de mucho, pues este tenía mucha fuerza y ganas de seguir a delante.
Intenté hablar con las llamas pero ellas no podían entenderme ni escucharme, pues se mueven en un idioma diferente, por así decirlo, y ellas solo cumplen con su misión que es quemar.
Pronto me vi envuelto en ellas sin poder hacer nada. El dolor era insoportable y mis gritos se unían a los del viento, que había empezado a soplar de nuevo con la esperanza de llevarse el fuego a otro sitio. Mi corteza empezó a desquebrajarse y mis flores se carbonizaban en polvo negro y sucio.
Todo dejó de tener sentido para mi…
Por fortuna, una de estas personas que no parecen de este mundo, alertado por las llamas, llamo a los bomberos que enseguida se hicieron presentes con sus mangueras a presión y su habitual preocupación por extinguir el fuego.
El agua pues, me salvo la vida, o lo que quedaba de ella, y pude agradecérselo dejando caer en su charco la única florecilla rosa que me quedaba.
Ahora ya no soy hermoso y la gente ya no viene a sentarse en mi regazo. Lo entiendo, pues estoy negro como un tizón y débil como una hoja en otoño. Lo que no entiendo es como es posible que los hombres no se den cuenta de lo que hacen, que no entiendan sus propias acciones y ni siquiera les preocupen, que de entre esos pensamientos que tanto leo, no exista ninguno dedicado a nosotros, a la naturaleza…
¿Por qué? ¿No somos nosotros los que les damos vida? ¿No somos nosotros los que les permitimos vivir en este planeta?
En fin, para que preocuparse. Ya llegará el día en el que se darán cuenta de todo esto, y para entonces, será demasiado tarde…

29 jun 2010

El Jardín de las ánimas dulces



El camino se hacía agotador bajo el sol de la tarde. Faltaban tan sólo unas horas para que el gran Astro se escondiera tras el horizonte, sin embargo, la fuerza de su calor, se negaba a desaparecer.
Gadiel había quedado con ella, y el ir a su encuentro se había convertido en una poderosa lucha contra la adversidad de las altas temperaturas. Se sentía exhausto, acalorado, sediento, pero no podía entretenerse, ni siquiera para tomar un refresco en la cafetería del Carrusel olvidado, donde solía pasar todas las tardes sólo, en compañía de sus propios pensamientos.
Para acudir a su cita, Gadiel tenía que pasar por pintorescos lugares que no escapaban a su atención: La calle del Júbilo, el museo de los encantos, la plaza del último baile… Pero El jardín de las ánimas dulces, era el que más le gustaba.
Se trataba de un hermoso parque del que nadie sabía nada. Su origen, su pasado, quién lo cuidaba…Todo era una incógnita para los que disfrutaban paseando bajo la sombra de los viejos almendros.
Gadiel entró en el jardín, e inmediatamente advirtió como el calor desaparecía para dejar paso a una suave brisa que arrastraba pequeños pétalos despojados de sus flores. Era como si danzaran al son de una música que sólo los árboles podían oír.
A la visión del espectáculo floral, se unio el murmullo de un ruiachuelo que corría en busca de un lugar donde afluir, y aquel sonido era, sin duda, lo que más le gustaba a Gadiel.

Berenice salió de la cafetería del Carrusel olvidado. Después de permanecer allí casi una hora, se dio cuenta de que hoy, él, no vendría, y esa certeza la entristeció.
La muchacha, solía pasar todas las tardes en la agradable cafetería, junto a él, escuchando todo lo que decía y acariciando su mano mientras se tomaba un café con hielo.
Para Berenice era un gran acontecimiento, pues sabía que estaba en el lugar que a él más le gustaba, y por eso, se esforzaba tanto en conservar esos momentos.
Pero hoy no había venido, y ella, con una amarga resignación, decidió esperar al día siguiente. Entonces podría estar con él, tocar su pelo, acariciar sus manos… y decirle al oído cuanto le quería, aunque no pudiera ser con palabras.

El jardín de las ánimas dulces, debía su peculiar nombre a la inagotable imaginación de los más fantasiosos. Decían que, sólo las almas más buenas y cariñosas, podían cuidar y mimar el parque de aquella manera, y que por lo tanto, eran los espíritus de los difuntos más amados, los que se encargaban de preservar cada rincón, cada flor y cada árbol.
Gadiel conocía esa historia, y le parecía tan atractiva que había decidido hacer del jardín un pequeño santuario, y allí, en la parte más recóndita del parque, había puesto una placa de piedra al pie de un robusto almendro, cuyas flores nunca dejaban de sonreír para él.
El jardín de las ánimas dulces era un paso obligado para ir al cementerio, donde se encontraba su cita, por eso, Gadiel había pensado que era un lugar hermoso para recordar a la persona que más amaba en este mundo.
Al lado de la placa, una vela apagada esperaba ser de nuevo encendida. Gadiel, no la hizo esperar más y llenó de luz su pequeño rincón de esperanza.
Cogió unas bonitas flores silvestres, y las posó con delicadeza sobre la placa de piedra. Siempre lo hacía, y se guardaba las más resistentes para ponerlas también en el cementerio, donde había quedado con ella, en el nicho número sesenta y dos.
Se quedó un rato, observando la belleza del lugar y fantaseando con que ella también cuidaba del parque, junto a las ánimas dulces. Le gustaba imaginársela regando flores, hablando con los árboles y cortando las malas hierbas… Era una deliciosa visión que le embriagaba por completo.
Dedicó un último pensamiento a su amada, y se marchó sin más demora hacía su esperada cita, en el cementerio, donde otra parte de ella reposaba en silencio.
Mientras, la oscilante llama de la vela, iluminaba la estela dorada que Gadiel había grabado en la placa de piedra:



Berenice, siempre estarás en mi corazón.
Te ama Gadiel.