Las hojas no cesan de crujir bajo el peso de mis
pies descalzos.
Hace frío, y la humedad de la lluvia recién caída
rocía aún más el ambiente. Pero no me importa, la sensación de caminar bajo el
manto de un bosque que acaba de entrar en el otoño es indescriptible,
extraordinaria. Es el comienzo, quizá, de la estación más especial del año.
Mientras el canto de los pájaros empieza oírse de
nuevo, una vez despejado el chaparrón torrencial,
paseo por entre los árboles que compiten por alcanzar un lugar cercano al sol,
un trozo de cielo que les asegure el calor del gran Astro, y que ilumine sus
ramas para bañarlas de color dorado.
El olor a tierra mojada impregna mis fosas nasales,
dejando una agradable sensación de serenidad y de paz que deleita aún más el
camino hacía ningún lugar, sin destino, solo buscando la esencia de un bosque
encantado, teñido de hojas marrones, amarillentas y rojas que cubren un
estrecho sendero natural.
Al final del camino hay un viejo banco de madera
esperando a que alguien quiera descansar en él. No lo dudo, su invitación es
apetecible y decido sentarme, no para reposar mi paseo, sino para sumirme aún
más en la belleza otoñal de una arboleda recién rociada por la lluvia.
Cierro los ojos y la relajación es lo único que
siento.