Aquel día el chiquillo decidió cambiar el camino de
regreso a su hogar.
Caminaba alegre, vigoroso, disfrutando de la
compañía de su perro Lord, al que paseaba todas las tardes, justo antes de que
el Sol empezara a esconderse en el horizonte.
Era en ese momento cuando el cielo se tornaba
ensangrentado, mostrando su herida en las nubes para luego ser cubierta por una
gasa de oscuridad y de estrellas. Se trataba, sin duda, de la visión más
hermosa del día.
Pero el niño no prestaba atención a tan apacible
acontecimiento. Calado en su propio silbido, intentaba reproducir la melodía de
una lejana canción que apenas ya recordaba. Y Lord, como fiel perro que era,
trotaba a su lado sin ser consciente del derrame rojo que brotaba del magullado
cielo.
Fue entonces cuando el pequeño reparó en una gran
verja cerrada a la derecha del camino.
Era vieja, pues el paso del tiempo se había comido
su esplendor, y un grueso candado impedía cualquier posibilidad de abrirla.
El chiquillo se acercó curioso, sin perder la sombra
de Lord. Agarró la verja con sus pequeñas manos y metió la menuda cara por
entre los barrotes.
Solo alcanzaba a ver una espesura verde que
redondeaba un camino hacia ninguna parte, pero al niño le pareció un sendero
idílico, misterioso… La entrada a un jardín secreto que permanecía oculto tras
la verja.
Se imaginó así mismo caminando por aquel paraje,
para descubrir un edén poblado de personajes enigmáticos, o una casa abandonada
cuyas ventanas tapiadas escondían un espeluznante secreto.
Intentó en vano mover la verja para que se abriera,
pero el candando superaba incluso la fuerza de un adulto.
Para el chiquillo, lo que había detrás de la verja,
siempre sería un secreto, así que, cada día que pasase por allí, podría
imaginarse mil aventuras, cada una, con un paisaje distinto.