29 jul 2010

Nara




Nara no es más que un perro. No tiene la inteligencia de un ser humano y por ello no es consciente del significado real de la vida. No sabe que vivir no depende de ella…
Quizás, porque no puede poner su cerebro a razonar, Nara no entiende lo que le ocurre, ni por qué está sola. Se limita a vagar por el mundo, impasible a los ojos humanos que la miran, a veces, con desprecio. Se limita a buscar algo de comer entre los restos de basura. Se limita a cobijarse del duro frío de invierno. Se limita, pues, a sobrevivir…
La vida de Nara no siempre ha sido así, y ella tiene la capacidad de recordar que hubo un tiempo en el que fue feliz, aunque no entiende por qué esos días han desaparecido.
Si piensa en el pasado, puede recordar las caras humanas que la sonreían, las suaves manos que la acariciaban y las dulces voces que mimaban sus oídos, aunque no podía comprender el significado de aquellas palabras. Vienen a su memoria resquicios de una vida familiar, cuyos miembros, un día la aceptaron, y al otro se arrepintieron.
Nara camina sola, sin rumbo… Sus ojos reflejan tristeza, sus patas están cansadas, su pequeño corazón está roto…
Nadie sabe qué será de ella. La gente que la ve trotar por la calle, no se pregunta cuál será su futuro y cuál fue su pasado, solo algunos posan sus ojos en Nara y la miran con ternura, desando que le vaya bien.
Pero ella no sabe por qué tiene luchar, ni por qué tiene que seguir. Solo puede acurrucarse bajo la sombra de un portal caliente, cerrar los ojos, y soñar con aquellos días en los que había gente que la quería…





Dedicado a todos los perros abandonados que no han tenido otra oportunidad.

23 jul 2010

Palabras



La pluma refleja la personalidad de su dueño… Es inquietante la conexión que puede existir entre ellos…




El plumín se deslizaba suavemente sobre el papel. Iba de un lado a otro, movido por la fuerza de una mano solemne, grave, rebosante de determinación. Caminaba como el hombre que se dirige hacia un destino que no teme.
Las frases empezaban a tener un sentido, sin embargo, para Alan, no había más que palabras que se unían a otras mediante normas gramaticales. No lograba entender por qué estaba escribiendo aquello ni adónde le llevaría.
Días atrás, Alan había tenido un sueño. Una desagradable experiencia onírica que le dejó profundamente marcado:
Alan despertó con aquel ser a su lado, en la cama, envuelto entre las sábanas de color pastel… El espanto que sintió le dejó ahogado y sin respiración.
No sabía si era un hombre o una mujer, pues sus rasgos andróginos, ocultaban su posible sexo. Destacaban, sin embargo, unos enormes ojos negros cuya profundidad no se podía definir.
Él o ella, abrió aquellos expresivos ojos negros y se incorporó para observar a Alan más cerca.
- Palabras… - susurro la criatura sin delatar ninguna expresión en su rostro. – Busca palabras…
Entonces, empezó a llover en la habitación… Caían gotas de tinta negra sobre el muchacho y sobre el ser, que empezó a desaparecer hasta convertirse en un charco oscuro adherido a las sábanas.
Cuando Alan despertó, supo que tenía que encontrar las palabras.
Llevaba días escribiendo con su pluma palabras sin sentido que le venían a la cabeza. Más tarde, empezaron a surgir frases coherentes, pero ahora, se preguntaba qué era lo que estaba haciendo ¿A caso había enloquecido?
Fue entonces cuando se dio cuenta…
A un lado de su pluma, escrito con letras elegantes, se podía leer Mots, que significaba palabras en francés.
Intuitivamente, Alan desenrosco la estilográfica, dejando dividida la palabra Mots. Se dio cuenta de que el pequeño depósito que contenía la tinta se había roto, y el líquido negro se derramaba muy despacio, como una herida que sangra poco a poco.
Se acordó entonces de su sueño, en el que la tinta llovía de ninguna parte…
¿Sería la criatura sin sexo una manifestación de su pluma? ¿Le pedía ayuda para ser reparada?
Alan negó con la cabeza, pues aquella respuesta le parecía irreal, sin embargo, al mirar la pluma fijamente, advirtió como se parecía el color negro de la tinta a los ojos de la criatura….

18 jul 2010

Café de Oriente

Vincent Van Gogh


En la plaza de Oriente, junto al palacio Real, un hombre suele tocar el acordeón al compás de su propia alegría. La gente le observa mientras se moja los labios en un exquisito café, sentados en las veraniegas terrazas de la plaza madrileña.
El acordeonista toca al caer la tarde, durante tres o cuatro horas, y se deleita tanto con sus recitales que siempre tiene una dulce sonrisa en su rostro. Ese detalle, llena de expectación a los transeúntes.
Desde sus mesitas de café, la gente ve como Mateo, que así se llamaba el hombre del acordeón, recibe la visita de un peculiar admirador. Se trata de una pequeña niña, de no más de cuatro años, que se ha soltado de la mano de su padre para quedarse de pie, inmóvil, escuchando con la carita muy seria las notas que vuelan por la plaza de Oriente.
Mateo, encantado con su nueva espectadora, sonríe a la pequeña y le dedica una pieza alegre e infantil que poca gente es capaz de captar.
La música, suena ahora con más intensidad, con más brillo… Es la complicidad de dos corazones que se están entendiendo sin palabras.
El padre de la niña, busca una moneda en su bolsillo y se la ofrece a su hija para que, cuando Mateo acabe, pueda echársela en la funda de su acordeón.
La niña, cuyo vestidito se ha manchado de chocolate, se acerca muy tímidamente al acordeonista. Parece tener un poco de miedo al verse sola, pero los ánimos de su padre consiguen alentarla hasta su destino.
Finalmente, después de unos torpes pasos, alcanza la funda del acordeón y suelta la moneda con un ademán de triunfo.
Mateo, visiblemente emocionado, da las gracias a la niña, que sale corriendo hacía los brazos de su padre, ruborizada por el protagonismo del momento.
Una pareja de amantes, que observa la escena desde una de las mesas del café de Oriente, no puede reprimir una sonrisa de emoción ante aquel arrebato de ternura. Piensan que son pasiones escondidas que la gente se esfuerza en ocultar, pero que a veces, salen a la luz para iluminar a los demás.

15 jul 2010

El escondite de Mitsu

Charles Wysocki (1928 - 2002)

Me costó abrir la puerta. La llave se resistía a girar dentro de aquella cerradura vieja y deteriorada, y mis hábiles movimientos de muñeca, no conseguían romper su hermetismo.
Afortunadamente, la virtud de la paciencia, me permitió encajar la llave con un suave “clic”, y pude al fin empujar la robusta puerta para encontrarme con un fuerte olor a cerrado.
Sin embargo, aquel desagradable comienzo, se convirtió en algo secundario cuando entré en el recibidor y vi la nobleza de la que estaba rodeada.
Era un piso muy grande, gustosamente amueblado, y a pesar de que el polvo se había hecho dueño de todas las estancias, se respiraba elegancia entre aquellas paredes.
La casa se encontraba en una exclusiva comunidad de pisos antiguos de lujo, y el dueño era el señor Salvatierra, un anciano viudo que llevaba varios meses viviendo en la residencia en la que yo trabajaba. Al no tener familiares cercanos, y ver en mi cierta confianza, me pidió que le trajera algunos libros de su biblioteca personal.
Antes de adentrarme en la casa, decidí que sería mejor buscar el cuadro de la luz y despojar a las habitaciones de la oscuridad que las atrapaba.
Un largo pasillo se iluminó con un suave parpadeo. Parecía no tener fin, y estaba decorado con grandes cuadros, muchos de ellos, impresionistas. Sospeché que más de uno podría tratarse de un Monet o de un Renoir autentico.
Fue entonces cuando oí el cascabel. Un lejano “tilín”, similar al de una pequeña campana, hizo eco en algún lugar del piso.
Me quedé un instante quieta, con la esperanza de oírlo de nuevo, pero no hubo suerte. El silencio fue lo único que parecía estar allí.
Me interné en las entrañas de la casa, y la primera estancia que descubrí fue la concina. Recuerdo que era muy espaciosa, con mucha luz, y daba a una terraza cuya puerta estaba cerrada con llave.
De repente, el suave “tilín” de un cascabel volvió a oírse de nuevo, pero esta vez, parecía estar más cerca. Sonaba como si se estuviera moviendo…
Mire al final del largo corredor sin encontrar nada extraño ¿Qué podría ser? En aquel momento, me invadía la curiosidad.
-“tilín”…”tilín”…
El cascabel se movía ahora muy rápido y podía oírlo con mucha intensidad, sin embargo, no veía nada…
Abandoné la cocina y continué caminado por el extravagante pasillo, cuyos cuadros impresionistas acaparaban mi atención sin quererlo. Llegué al salón principal, una gran estancia repleta de muebles antiguos y cubierta por tres grandes alfombras que se me antojaron demasiado clásicas.
El cascabel había dejado de oírse. El silencio, reinaba de nuevo en el piso del señor Salvatierra.
Entonces, como si de una exhalación se tratara, una sombra menuda atravesó el salón, mientras el “tilín” acompañaba su rápido movimiento.
El corazón me empezó a latir con fuerza. Ya no sentía curiosidad…
Algo rozó mi pierna… Di un exagerado respingo y me sacudí todo el cuerpo como si un demonio me hubiera poseído. Quería quitarme aquello que me había contaminado. Cuando recuperé el aliento y la cordura, me encontré bajo la mirada de un gato siamés sentado a unos pocos metros de mí. Permanecía tranquilo, emitiendo un suave ronroneo, y de su collar colgaba un cascabel junto a una placa dorada en la que se leía “Mitsu”.
Me sentí avergonzada y traté de disimular mi actuación atusándome el pelo, pues, aunque solo el gato me había visto, no pude evitar ruborizarme.
- Hola – Susurré mientras alargaba la mano para acariciarlo - ¿De dónde sales tú?
El señor Salvatierra no me había dicho que tuviera un gato, y me resultó muy extraño que viviera solo en casa, sin nadie que lo cuidara. El piso llevaba vació más de seis meses…
El minino, cuyo nombre era Mitsu, olisqueó mis dedos con cierta precaución, manteniendo siempre la distancia. Me reconoció durante unos segundos, y luego se fue contoneando su gracioso cuerpecillo.
Después de haber descubierto el origen del misterioso cascabel, me centre en el menester que me había traído hasta allí: encontrar la biblioteca y coger dos libros que me había encargado el señor Salvatierra.
Dispuesta a ello, fui adentrándome cada vez más en el piso, descubriendo sus secretos, los gustos de sus dueños. Era como una pequeña aventura y me sentía emocionada.
En la lejanía seguía escuchando el cascabel de Mitsu, pero ya no lo prestaba atención. Formaba parte del sonido de la casa.
La biblioteca estaba casi al otro lado del largo pasillo principal. La encontré después de recorrer dos dormitorios y una salita de estar, y me sentí mejor cuando descubrí que piso del señor Salvatierra tenía fin.
No pude sentir sino envidia, al ver aquella colección de libros antiguos sostenidos por elegantes estanterías, e incluso puede distinguir una edición de 1911 de la enciclopedia Británica. Era espectacular. Sólo entre libros y cuadros, allí había una fortuna.
Buscando los libros que me había encargado el anciano, tropecé con los ojos de Mitsu, que me miraban entornados desde el rellano de la puerta. Permanecía inmóvil, observándome…
Seguí con mi tarea sin hacer caso al felino. Sacaba un libro, lo hojeaba, lo volvía a dejar, cogía otro… Así hasta encontrar el primero de ellos: Antología poética de Antonio Machado.
Sólo me quedaba por localizar Los Sueños, de Quevedo.
El gato seguía con sus ojos clavados en mí. Ni siquiera se había movido. Daba la impresión de ser una estatua…
La actitud de Mitsu empezaba a ponerme nerviosa. Pensé que quizá tuviera hambre, pero se le veía con un aspecto estupendo.
Le hice un gesto para que se fuera, pero el gato no parecía inmutarse ante mis bruscos ademanes, así pues, ante mi fracaso, recuperé la atención en Los Sueños de Quevedo, cuyo volumen acabé encontrando después de recorrer un par de estantería más.
El gato ya no estaba. Se había esfumado con un sigilo sobrenatural, pues no había escuchado el cascabel moverse, al igual que cuando me lo encontré en la puerta de la biblioteca…
Con los libros en la mano y mi objetivo cumplido, decidí que ya era hora de marcharme. Me aseguré de tener las llaves de la vieja casa en el bolso y eché un vistazo a la calle por una de las ventanas de la biblioteca. El cielo estaba cubierto por una amenazante capa de nubes grises, con lo que, debía darme prisa si no quería acabar bajo un manto de agua polucionada.
Pero al pasar de nuevo por el salón, un detalle antes inadvertido acaparó mi atención, impidiendo el propósito de marcharme.
Se trataba de una fotografía cuidadosamente enmarcada, que impoluta de polvo, descansaba sobre una elegante mesita de mármol. El señor Salvatierra, que contaría con diez años menos, posaba solemne junto a un gato siamés, al cual mantenía cómodamente cogido en sus brazos. La placa y el cascabel no dejaron lugar a dudas, era Mitsu.
De repente, el cascabel empezó a oírse de nuevo con mucha fuerza, y me hizo dar un respingo. El sonido era muy fuerte, como si hubiera eco, e inexplicablemente, el “tilín” de otros cascabeles parecía haberse unido hasta formar un bullicio insoportable.
El corazón me latía con mucha fuerza y el miedo empezaba a tomar forma dentro de mi cuerpo. Agarre los libros, me tapé los oídos y me dirigí hacía la salida, mientras los fantasmales cascabeles me perseguían retumbando por todas partes.
Cuando cerré la puerta de la casa, puede ver por unos segundos como Mitsu me despedía sentado al final del largo pasillo.

Dos días después pude entregar los libros al señor Salvatierra, el cual se puso visiblemente contento al tocar sus valiosos ejemplares.
No quise hablarle del curioso episodio vivido en su piso, pues aún no estaba segura de que fuera algo distinto de mi alocada imaginación, pero sí le pregunté por el gato de la foto que había visto en salón.
El señor Salvatierra sonrió con nostalgia e hizo ademán de recordar:

Ah, sí, Mitsu…Es una joven gatita con la que compartí tres años de mi vida.
Me la dieron muy pequeña, apenas me cabía en la palma de la mano... Me parecía estar cogiendo un pequeño ratoncillo, sin embargo, su inteligencia era abrumadora…
Le gustaba jugar al escondite, y en más de una ocasión se ocultaba tanto que no aparecía en varios días, así que, le compre un cascabel para saber siempre dónde se encontraba.
Pero, una fría noche de invierno, en uno de nuestros juegos, desapareció sin dejar rastro. Durante días estuve escuchando el cascabel, pero no era capaz de averiguar dónde se había escondido Mitsu. La busqué por todas partes, e incluso en otros pisos, pero no daba con ella. Parecía haberse vuelto invisible.
De repente, casi una semana después, dejé de oír el cascabel…
El sonido de sus movimientos, ya no se escuchaba…
Empecé a angustiarme, pues pensé que le podría haber pasado algo, y la tenía tanto cariño que me horrorizaba la idea. Sin embargo, mis peores pensamientos se hicieron realidad….
Casi tres meses después, encontré su cuerpecillo en la biblioteca, detrás de una fila de libros de colección. Su collar se había enganchado entre uno de los grandes tomos de la recopilación, y le fue imposible zafarse…
Me di cuenta entonces, de que por ese motivo, había estado escuchando el cascabel durante tantos días…

8 jul 2010

El alma del Almendro

Van Gogh

La gente cree que no siento las cosas, que no observo lo que sucede a mí alrededor, que no lloro cuando estoy triste, o que no río cuando estoy contento.
No lo saben porque piensan que bajo mi aspecto inmóvil y robusto no hay nada. Creen que estoy hueco de alma y vacío de corazón, que la vida y el dolor no forman parte de mi ser. Creen que carezco de pensamiento, de valores y de sentimientos.
Pero no les culpo por ello, al fin y al cabo, jamás serán capaces de ver más allá de esta vida que Dios, la naturaleza, el destino, o como quiera que se llame, me ha dado.
Sin embargo, bajo este tronco de corteza robusta; bajo estas ramas que se retuercen en busca del sol; bajo estas raíces que escarban la tierra, y bajo mis pequeñas florecillas de color rosa, se esconde el alma con el corazón más grande que uno pueda imaginar. Lo triste es que sólo yo lo sé, yo, y los seres vecinos cuyas raíces comparten suelo con las mías.
Ni siquiera tengo un nombre, aunque la gente que pasea a mí alrededor suele llamarme almendro, pero no tengo un apodo que me diferencia de mis hermanos, y eso me entristece mucho porque me hace pensar que las personas nos ven a todos iguales.

La verdad es que no recuerdo cuanto tiempo llevo aquí, quizás años y años, no lo sé…, pero me gusta mi casa, a pesar de ser un paisaje perpetuo e inmóvil, cada día veo cosas diferentes.
Mi hogar es un parque de praderas verdes y estanques cristalinos, de pequeños animalillos y grandes árboles de diversos tipos y alturas.
A veces vienen ardillas a refugiarse entre mis ramas cuando la lluvia encharca el parque, o a comerse mis almendras cuando mis florecillas rosadas se transforman en ellas. Pero no me molesta, es más, me siento útil y necesario, y he de añadir que las ardillas son grandísimas amigas.
En fin, así es mi vida. A veces algo aburrida y monótona, pero aprendo mucho observando todo lo que sucede a mi alrededor, y sobre todo, aprendo mucho de los hombres. Son crueles, si, y en ocasiones actúan de manera incomprensible para mi, pero resultan tan interesantes que no puedo evitar el escuchar sus conversaciones.
Normalmente vienen por las tardes, cuando el sol aún calienta pero no quema. Se sientan bajo mi regazo a leer un libro o bien para simplemente pensar, y sonrió a mi manera cuando el viento me trae delicadamente sus inquietudes más profundas, sus miedos y sus ilusiones. No es que lea el pensamiento de la gente, no, es sencillamente la suerte de formar parte de la naturaleza. Estamos en absoluta armonía y nos ayudamos los unos a los otros. En mi caso, el viento y yo somos viejos compañeros. El me trae los pensamientos de la gente y yo, a cambio, le dejo juguetear con mis flores; es una simbiosis.
Como explicaba, me resulta curioso escuchar esas ideas tan dispares que se acumulan en la cabeza de las . En general son cosas mundanas y sin mucho interés, pero a veces descubro que hay personas que no parecen ser de este mundo, y me gusta que vengan a meditar bajo mis ramas pues me dan una gran cantidad de información. Disfruto mucho, sin duda.

Y así paso mis horas, jugando con el viento mientras investigo dentro del alma de la gente. Pero no todo es siempre tan hermoso, en ocasiones ocurren cosas terribles que cambian tu vida para siempre y que nunca imaginas que van a suceder.
Fue una calurosa noche de verano. Un hombre cuyo semblante rebosaba tristeza y nostalgia, acudió a mi tronco para despejar su mente y poder llorar a gusto. Recuerdo que se encendió un cigarro y se lo fumó lentamente, como si quisiera que el tiempo no pasara. Pero por desgracia, cuando acabó con aquella barra de nicotina, la tiró sin más al césped y se fue sin darse cuenta de lo que estaba apunto de desencadenar.
En seguida apareció el fuego como un espectro destructivo que se abría paso a través de la noche.
El viento dejo de soplar para no ayudar al fuego en su avance, pero no sirvió de mucho, pues este tenía mucha fuerza y ganas de seguir a delante.
Intenté hablar con las llamas pero ellas no podían entenderme ni escucharme, pues se mueven en un idioma diferente, por así decirlo, y ellas solo cumplen con su misión que es quemar.
Pronto me vi envuelto en ellas sin poder hacer nada. El dolor era insoportable y mis gritos se unían a los del viento, que había empezado a soplar de nuevo con la esperanza de llevarse el fuego a otro sitio. Mi corteza empezó a desquebrajarse y mis flores se carbonizaban en polvo negro y sucio.
Todo dejó de tener sentido para mi…
Por fortuna, una de estas personas que no parecen de este mundo, alertado por las llamas, llamo a los bomberos que enseguida se hicieron presentes con sus mangueras a presión y su habitual preocupación por extinguir el fuego.
El agua pues, me salvo la vida, o lo que quedaba de ella, y pude agradecérselo dejando caer en su charco la única florecilla rosa que me quedaba.
Ahora ya no soy hermoso y la gente ya no viene a sentarse en mi regazo. Lo entiendo, pues estoy negro como un tizón y débil como una hoja en otoño. Lo que no entiendo es como es posible que los hombres no se den cuenta de lo que hacen, que no entiendan sus propias acciones y ni siquiera les preocupen, que de entre esos pensamientos que tanto leo, no exista ninguno dedicado a nosotros, a la naturaleza…
¿Por qué? ¿No somos nosotros los que les damos vida? ¿No somos nosotros los que les permitimos vivir en este planeta?
En fin, para que preocuparse. Ya llegará el día en el que se darán cuenta de todo esto, y para entonces, será demasiado tarde…