11 jul 2013

El amante

Gustav Klimt



La verdad estaba en sus ojos. Alejandro podía verlo a través de sus dilatadas pupilas, pero no se atrevió a decir nada. Suspiró y agachó la cabeza.
Cloe sonrió. Sus labios se estiraron haciéndose aún más rojos. Alargo la mano e intentó acariciar el rostro de Alejandro, pero él se apartó.
Los dos desviaron su mirada hacia la nada.
Mientras, en la calle, al otro lado de la ventana de la cafetería, un hombre observaba la escena bajo el imponente sol de verano.
Ellos no sabían quién era él, pero él si sabía quién eran ellos…
Alejandro tomó un sorbo de su café, y pensativo posó de nuevo sus ojos en Cloe.
-Está bien… - susurro – No hay nada más que hablar.
El hombre se acercó un poco más a la ventanilla del bar.
Cloe no sabía qué decir. Ya había mentido demasiado e intuía que Alejandro no la creía, así que, cogió su bolso, se levantó y se despidió de su hermano.
Cuando salió a la calle, no se percató de la presencia del hombre. Siguió su camino con prisa, aporreando el suelo con sus tacones.
El hombre aguardó a que la figura de Cloe desapareciese entre las calles.
Alejandro, consternado, no entendía por qué su hermana le mentía sobre la muerte de Irene. Su mujer no estaba sola cuando tuvo el accidente, como ella insinuaba.
El hombre entró en la cafetería. Echó una rápida mirada a Alejandro y de dirigió a la barra, dónde pidió un café con hielo.
-¿Me cobra ya, por favor? – pidió con una voz grave. Sacó su cartera y no pudo evitar mirar la foto de Irene… El amor de su vida. Luego, miró de nuevo a Alejandro, el marido de Irene, y se sintió extraño. Tuvo la sensación de ser un loco, espiando al marido de su amante muerta, pero tenía la sensación de estar más cerca de ella.
Guardó de nuevo su cartera.
Alejandro nunca sabría que Cloe le había mentido para que no supiera que Irene no le quería, que se había enamorado de otro, y cuando murió en el accidente, estaba con él de viaje. Pero Cloe tampoco sabía quién era el hombre… Solo el hombre, sabía la verdad.