La lluvia golpeaba suavemente las
ventanas. Las gotas de agua se deformaban al chocar contra los cristales,
dibujando extrañas figuras que resbalaban hasta desaparecer.
El agradable olor a tierra mojada
impregnaba la cabaña.
Marta dejó de teclear su máquina
de escribir por un momento. Cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones
de aquel inesperado instante: el cantar de los pájaros que se guarecían de la
lluvia, el sonido del agua cayendo sobre el tejado, la suave brisa que se
colaba por la abertura de una ventana…
Inspiró lentamente y soltó el
aire, grabando en su cuerpo todas esas percepciones que le hacían sentir tan
relajada.
Volvió su atención a la vieja
máquina de escribir y releyó el último párrafo que había escrito:
“La
carta cayó de las manos de Jorge sin que él se diese cuenta. Estaba tan
consternado por lo que acababa de leer, que sus sentidos no estaban en este
mundo…”
No estaba mal para acercarse al
desenlace de la novela, pero aún faltaba más literatura, palabras más bellas
que atrapasen al lector.
De repente, un ruido en la puerta
principal arrancó a Marta de sus pensamientos. Era como un arañazo seguido de
un murmullo ininteligible, parecido a un sollozo.
Marta se quedó escuchando unos
segundos antes de reaccionar…
No había duda. Alguien o algo
arañaba la puerta con cierta impaciencia.
La cabaña estaba a tan solo un
kilómetro y medio del pueblo, pero aun así, era extraño que alguien anduviese
bajo aquel manto de agua solo para visitarla.
Con más curiosidad que miedo,
Marta se dispuso a abrir la puerta. Al principio no vio a nadie, pero al
agachar la cabeza se encontró con la mirada de un perro mojado y sucio que
sollozaba en el umbral de la entrada.
Marta oteó el horizonte,
intentando encontrar al posible dueño del perro, pero no vio a nadie. La lluvia
parecía ser la única compañera en aquel momento.
Sintió lástima del animal, por lo
que, sin pensarlo demasiado lo dejó pasar al calor de la cabaña.
El perrillo, de tamaño medio y
con el pelo largo, se acurrucó debajo de la mesa que Marta utilizaba para
comer. Parecía triste y desolado.
Poco a poco, consiguió ganarse su
confianza. No había mejor manera que la de un plato de comida y un poco de agua
limpia, y el can parecía agradecido, pues cuando terminó de rebañar el cuenco
empezó a mover la cola efusivamente.
-¿No tienes a dónde ir? – le preguntó.
Como respuesta, recibió una
mirada tristona.
Marta dedicó unas caricias a su
demacrado cuerpo.
-Puedes quedarte a dormir está
noche. Mañana, ya veremos que hago contigo… Así me haces compañía.
Cuando la noche traía su color
más oscuro, Marta ya estaba durmiendo en la única habitación de la cabaña,
ligeramente tapada con una suave colcha, pues la lluvia había dejado un
ambiente bochornoso y hacía calor.
En el salón, sobre una manta
improvisada, se encontraba el perro; pero no estaba durmiendo…Más bien parecía
tenso, alerta, como esperando a que sucediera algo…
Tenía los ojos muy abiertos y las
orejas aguzadas…
De repente, se levantó de su
pequeña “cama” y se dirigió hacia la habitación de Marta.
Las pisadas de sus patas podían
oírse sobre la madera, pero Marta estaba tan dormida, atrapada en los brazos de
Morpheo, que no percibió el sonido.
El perro se situó frente a ella,
con el cuerpo muy tenso y recto, y comenzó a ladrar.
Al principio todo se sumió en un
terrible estruendo, como si hubiera explotado algo, y Marta, arrancada de su
sueño por aquel terrorífico ruido, tardo en darse cuenta de que se trataba de los
ladridos del perro, y no de una bomba.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué ladras
así?
Como respuesta, el perro ladró
aún más fuerte mientras se dirigía hacia puerta.
Marta se levantó y se puso una
ligera bata sobre los hombros. Fue detrás del perro hasta la puerta de la
calle, la cual, empezó a arañar con insistencia. Estaba claro que quería salir,
e insistía en que ella también saliera.
Siguiendo más al instinto que a
la razón, Marta salió de la casa junto al perro.
Fue entonces cuando vio una
llamarada de fuego sobre el tejado. Era como si alguien hubiera lanzado una
flecha encendida justo en ese momento…
Rápidamente, el fuego empezó a
devorar la cabaña, ante la perplejidad de Marta, que no conseguía mover el
cuerpo. Se había quedado paralizada.
A pesar de no poder apartar la
mirada de aquel infierno, sus ojos fueron capaces de distinguir una sombra, una
silueta humana que se deslizaba a través de la noche en ademán de huir.
Una terrible idea se apoderó de
su mente… Alguien había prendido fuego a la cabaña.
-¿Se encuentra bien?
Marta no se había percatado de
que un hombre, alertado por la luminosidad del fuego, había llegado hasta allí
para ayudarla.
Tampoco se dio cuenta en ese
momento de que el perro ya no estaba. Había desaparecido…
El
pueblo entero habla de Julio, un perro abandonado que hace años merodeaba por
las calles en busca de algo de comer y de alguna caricia amable.
Julio
llegó un caluroso día de verano. Parecía haber andado durante días sin un rumbo
fijo, sin un hogar al que regresar. Tenía la mirada perdida y un cuerpo
esquelético.
El
pueblo lo acogió con normalidad. Algunos le daban de comer y lo acariciaban,
otros sencillamente lo ignoraban. Pero Julio empezó a acaparar la atención de
todo el mundo cuando tomó la costumbre de salvar vidas. Siempre que alguna
desgracia estaba a punto de acontecer, él se anticipaba avisando con sus
estrepitosos ladridos.
Empezó
a ser un héroe para el pueblo y la gente lo bautizó con el nombre de Julio, en
honor a un viejo cura que regentó la iglesia del pueblo y que dedicó sus
últimos años a ayudar a los demás.
Pero
siempre hay alguien, algún ignorante sin escrúpulos ni cabeza, que no entiende
la maravilla de un alma animal.
Julio
apareció muerto una mañana, cerca del camino que lleva al cementerio. Un vecino
supersticioso lo había matado porque decía que el perro era un ente maligno.
Todo
el pueblo le dedicó un entierro y le pusieron una bonita placa en su lápida:
“Querido
Julio:
Que
tu alma vuele hacía el cielo para velarnos desde las estrellas”.
Y
así era, Julio les seguía cuidando desde el cielo, pues tres años después de su
muerte, le había salvado la vida a una escritora que había alquilado una cabaña
cerca del pueblo.
Más
tarde se supo que el causante del incendio de la cabaña había sido Manuel, la
misma persona que había matado a Julio. En su delirio, alegaba que la escritora
era una bruja que quería maldecir al pueblo.
Manuel
fue internado en una institución y Marta, cada año, dejaba un cuenco de comida cerca
de los restos de la cabaña.