29 may 2012

Julio





La lluvia golpeaba suavemente las ventanas. Las gotas de agua se deformaban al chocar contra los cristales, dibujando extrañas figuras que resbalaban hasta desaparecer.
El agradable olor a tierra mojada impregnaba la cabaña.
Marta dejó de teclear su máquina de escribir por un momento. Cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones de aquel inesperado instante: el cantar de los pájaros que se guarecían de la lluvia, el sonido del agua cayendo sobre el tejado, la suave brisa que se colaba por la abertura de una ventana…  
Inspiró lentamente y soltó el aire, grabando en su cuerpo todas esas percepciones que le hacían sentir tan relajada.
Volvió su atención a la vieja máquina de escribir y releyó el último párrafo que había escrito:
“La carta cayó de las manos de Jorge sin que él se diese cuenta. Estaba tan consternado por lo que acababa de leer, que sus sentidos no estaban en este mundo…”
No estaba mal para acercarse al desenlace de la novela, pero aún faltaba más literatura, palabras más bellas que atrapasen al lector.   
De repente, un ruido en la puerta principal arrancó a Marta de sus pensamientos. Era como un arañazo seguido de un murmullo ininteligible, parecido a un sollozo.
Marta se quedó escuchando unos segundos antes de reaccionar…
No había duda. Alguien o algo arañaba la puerta con cierta impaciencia.
La cabaña estaba a tan solo un kilómetro y medio del pueblo, pero aun así, era extraño que alguien anduviese bajo aquel manto de agua solo para visitarla.
Con más curiosidad que miedo, Marta se dispuso a abrir la puerta. Al principio no vio a nadie, pero al agachar la cabeza se encontró con la mirada de un perro mojado y sucio que sollozaba en el umbral de la entrada.
Marta oteó el horizonte, intentando encontrar al posible dueño del perro, pero no vio a nadie. La lluvia parecía ser la única compañera en aquel momento.
Sintió lástima del animal, por lo que, sin pensarlo demasiado lo dejó pasar al calor de la cabaña.
El perrillo, de tamaño medio y con el pelo largo, se acurrucó debajo de la mesa que Marta utilizaba para comer. Parecía triste y desolado.
Poco a poco, consiguió ganarse su confianza. No había mejor manera que la de un plato de comida y un poco de agua limpia, y el can parecía agradecido, pues cuando terminó de rebañar el cuenco empezó a mover la cola efusivamente.
-¿No tienes a dónde ir? – le preguntó.
Como respuesta, recibió una mirada tristona.
Marta dedicó unas caricias a su demacrado cuerpo.
-Puedes quedarte a dormir está noche. Mañana, ya veremos que hago contigo… Así me haces compañía.

Cuando la noche traía su color más oscuro, Marta ya estaba durmiendo en la única habitación de la cabaña, ligeramente tapada con una suave colcha, pues la lluvia había dejado un ambiente bochornoso y hacía calor.
En el salón, sobre una manta improvisada, se encontraba el perro; pero no estaba durmiendo…Más bien parecía tenso, alerta, como esperando a que sucediera algo…
Tenía los ojos muy abiertos y las orejas aguzadas…
De repente, se levantó de su pequeña “cama” y se dirigió hacia la habitación de Marta.
Las pisadas de sus patas podían oírse sobre la madera, pero Marta estaba tan dormida, atrapada en los brazos de Morpheo, que no percibió el sonido.
El perro se situó frente a ella, con el cuerpo muy tenso y recto, y comenzó a ladrar.
Al principio todo se sumió en un terrible estruendo, como si hubiera explotado algo, y Marta, arrancada de su sueño por aquel terrorífico ruido, tardo en darse cuenta de que se trataba de los ladridos del perro, y no de una bomba.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué ladras así?
Como respuesta, el perro ladró aún más fuerte mientras se dirigía hacia puerta.
Marta se levantó y se puso una ligera bata sobre los hombros. Fue detrás del perro hasta la puerta de la calle, la cual, empezó a arañar con insistencia. Estaba claro que quería salir, e insistía en que ella también saliera.
Siguiendo más al instinto que a la razón, Marta salió de la casa junto al perro.
Fue entonces cuando vio una llamarada de fuego sobre el tejado. Era como si alguien hubiera lanzado una flecha encendida justo en ese momento…
Rápidamente, el fuego empezó a devorar la cabaña, ante la perplejidad de Marta, que no conseguía mover el cuerpo. Se había quedado paralizada.
A pesar de no poder apartar la mirada de aquel infierno, sus ojos fueron capaces de distinguir una sombra, una silueta humana que se deslizaba a través de la noche en ademán de huir.
Una terrible idea se apoderó de su mente… Alguien había prendido fuego a la cabaña.
-¿Se encuentra bien?
Marta no se había percatado de que un hombre, alertado por la luminosidad del fuego, había llegado hasta allí para ayudarla.
Tampoco se dio cuenta en ese momento de que el perro ya no estaba. Había desaparecido…
  
El pueblo entero habla de Julio, un perro abandonado que hace años merodeaba por las calles en busca de algo de comer y de alguna caricia amable.  
Julio llegó un caluroso día de verano. Parecía haber andado durante días sin un rumbo fijo, sin un hogar al que regresar. Tenía la mirada perdida y un cuerpo esquelético.
El pueblo lo acogió con normalidad. Algunos le daban de comer y lo acariciaban, otros sencillamente lo ignoraban. Pero Julio empezó a acaparar la atención de todo el mundo cuando tomó la costumbre de salvar vidas. Siempre que alguna desgracia estaba a punto de acontecer, él se anticipaba avisando con sus estrepitosos ladridos.
Empezó a ser un héroe para el pueblo y la gente lo bautizó con el nombre de Julio, en honor a un viejo cura que regentó la iglesia del pueblo y que dedicó sus últimos años a ayudar a los demás.
Pero siempre hay alguien, algún ignorante sin escrúpulos ni cabeza, que no entiende la maravilla de un alma animal.
Julio apareció muerto una mañana, cerca del camino que lleva al cementerio. Un vecino supersticioso lo había matado porque decía que el perro era un ente maligno.
Todo el pueblo le dedicó un entierro y le pusieron una bonita placa en su lápida:

“Querido Julio:
Que tu alma vuele hacía el cielo para velarnos desde las estrellas”.

Y así era, Julio les seguía cuidando desde el cielo, pues tres años después de su muerte, le había salvado la vida a una escritora que había alquilado una cabaña cerca del pueblo.
Más tarde se supo que el causante del incendio de la cabaña había sido Manuel, la misma persona que había matado a Julio. En su delirio, alegaba que la escritora era una bruja que quería maldecir al pueblo.
Manuel fue internado en una institución y Marta, cada año, dejaba un cuenco de comida cerca de los restos de la cabaña.