20 ago 2020

Que no se cumplan los deseos

 

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El cielo nocturno se había pintado de estrellas y Ernesto recordó la última vez que plasmó un deseo en uno de aquellos luceros titilantes. Cerró los ojos y se entristeció al pensar que no se había cumplido.
Detrás de él, acariciando su hombro, la impalpable joven emergió de entre las sombras.
-Escuché tu deseo – le susurró al oído – pero si lo cumplo, se desvanecerá tu ilusión. El deseo solo existe mientras no lo alcances. Esa es la magia.
Ernesto abrió los ojos y sintió una calurosa brisa en su cogote. Supo entonces que su anhelo mantenía lúcida su esperanza.



14 jun 2018

El meditador


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Pasado, presente y futuro… Todo se mezcla para formar un laberinto de recuerdos y fantasías del que nuestra mente es el único dueño. Un abanico de delirios que nos domina sin descanso para dar un sentido lineal a nuestras vidas.
Así se sentía Marc; joven para saber demasiadas cosas y viejo para poder pintar más ilusiones en su vida.
Marc, que moraba en una modesta cabaña, alejada de cualquier distracción proveniente del mundo material, meditaba sin descanso en la profundidad del tiempo y de la mente. Se sumía en largas visiones sobre un mundo creado por la suma de fraudulentas realidades fabricadas por un ego, por una individualidad, que verdaderamente no existe.
Marc, que a lo largo de los años se había dado cuenta de lo absurdo de este mundo, se concentraba diariamente en encontrar una salida dentro de la trampa de la mente. Una ventana abierta hacía algún lugar que no fuese él mismo.
Pero esta importante tarea, que en muchas ocasiones se tornaba ardua y agotadora, empezó a verse interrumpida por un extraño sonido que parecía ser un susurro que se colaba entre los árboles del bosque dónde Marc realizaba sus sesiones.
Estoy demasiado cansado – Solía decirse – El agotamiento me confunde.
Pero el susurro se hacía cada vez más intenso, y cuando abría los ojos, desaparecía, se esfumaba como un sueño al despertar.
Una tarde, en la que la Luna se había hecho presente antes de tiempo, Marc se propuso encontrar el origen del misterioso susurro. Cerró sus ojos, se concentró en su respiración, se imaginó así mismo relajado y en paz, y se sumió en un estado vacuidad que muy poca gente es capaz de lograr… y ahí estaba de nuevo, el susurro.
Quizá me esté quedando dirimido – pensaba –Quizá  no sea más que un sueño.
Abrió los ojos y desapareció.
Miro alrededor, pero era difícil identificar de dónde provenía el sonido, ya que parecía hacerse eco por todas partes.
Volvió a cerrar los ojos y a buscar la claridad de su mente. Respiró, se concentró y sitió como el aire entraba y salía por sus fosas nasales.
El susurro empezó a oírse en algún lugar entre los árboles. ¿Qué decía? ¿Qué susurraba? Marc no lograba distinguir palabras concretas, solo un hilo de voz.
Sin abrir los ojos, decidió levantarse y buscar a tientas el origen del murmullo. Palpaba los árboles, las flores, el musgo…Temió pisar a alguna criatura en su ceguera.
De repente, al sentir el contacto directo de todo lo que tocaba, se dio cuenta de la belleza y solidez que tenía todo lo que le rodeaba. Se percató de un mundo desconocido hasta ahora, de una realidad alejada del engaño de la vista.
El susurro se hizo ahora mucho más fuerte, más intenso y audible. Era como un latido constante, como un corazón enorme que latía por todas partes.
Se dio cuenta el meditador de que aquel sonido era el ruido de la vida, del universo, de él mismo, y de que él formaba parte de todo al igual de que todo formaba parte él.

Los que fueron en su busca nunca le encontraron. Pensaron que había muerto, pero no hallaron cuerpo alguno por los alrededores.
Aquellos que meditaban como él, llegaron a la conclusión de que Marc había conseguido por fin escapar de su mente, pero, ¿qué significaba eso? ¿La muerte? ¿Y qué era la muerte?
Sea  como fuere, Marc no volvió a ser visto en su pequeño refugio. Solo un susurro, un latido inaudible, impregnaba de magia la soledad de aquel tranquilo bosque.

9 jun 2017

Marta y Diego



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Marta

El cielo se había cubierto de nubes esa tarde. Apenas se podía distinguir algún resquicio azul de entre aquella maraña de algodón gris que se había posado sobre los tejados de la ciudad.
Había empezado a chispear cuando salí a la calle, y maldecí el no disponer de un paraguas en aquel momento, aunque por fortuna, la amenaza de un gran aguacero, solo se quedó en una tímida llovizna que no llego a empapar el suelo.
Caminaba rápido, sin pensar en demasiadas cosas, solo atenta al ritmo de mis tacones que golpeaban el suelo a cada paso, y fue entonces cuando la música del teléfono móvil me arrancó de mi letargo.
Me senté en el banco de un solitario parque para contestar a la llamada. Era mi hermano, que solía llamarme cada semana para ver cómo estaba.
Al igual que me ocurría al caminar, cuando hablaba sin tener un interlocutor delante, me abstraía del mismo modo que me dejaba llevar por el taconeo de mis zapatos, y en ese lapso en el que las palabras de mi hermano sonaban lejanas, divisé por casualidad a un hombre sentado en un banco próximo.
Tenía el pelo castaño, de unos treinta y muchos años, y hojeaba las páginas de un libro que parecía no interesarle demasiado.
No sé por qué, pero me pareció atractivo, y tuve la sensación conocerle de algo, como un Deja vu…
Mientras hablaba con mi hermano, no dejé de observarle. Él parecía no haber reparado en mí, y reía tímidamente cuando se centraba en leer alguna hoja del libro que tenía en sus manos.
Claramente, era un hombre atractivo y sentí que podría pasar el resto de mi vida con él… Una idea estúpida teniendo en cuenta que no lo conocía de nada.
Me sentí algo avergonzada por mis pueriles pensamientos  y dejé de mirarle en la distancia durante un rato, a la vez que aprovechaba para prestar más atención a lo que mi hermano me contaba. Pero poco duraron mis intentos por concentrarme en la conversación, y sin darme apenas cuenta, mis ojos buscaron de nuevo la presencia de aquel hombre.
Había cerrado el libro y miraba abstraído hacía algún lugar cercano a mí, pero no parecía verme ni estar interesado en seguir mi conversación telefónica.
Ligeramente trastornada por los repentinos sentimientos que ese hombre había despertado en mí, decidí seguir mi camino sin mirar atrás.


Diego

Aquella tormentosa tarde me había dejado un molesto dolor de cabeza. La baja presión y el bochorno del ambiente afectaban a mi salud de una forma que ya conocía bien.
Con un paso lento y decadente, me acerque a una pequeña plaza protegida por las copas de tres grandes árboles. Era un lugar solitario, sin nadie que lo paseara en ese momento, lo que me llevó a sentarme en uno de los bancos de madera que reposaban en el suelo de la plaza.
Fue entonces cuando la vi. Se acercó mientras hablaba por teléfono.
El sonido de sus tacones llamó mi atención, y sin saber por qué, pues jamás había visto a aquella mujer, me pareció no solo que la conocía de algo, sino que también despertó en mí una extraña atracción de querer estar con ella.
La observé mientras se sentaba en el banco a hablar por teléfono, y para no ser visto y parecer descortés, saqué un pequeño libro que llevaba en la mochila y empecé a  ojearlo distraídamente.
La mujer parecía no haber reparado en mí, e incluso me atrevería a decir que ni siquiera existía en ese momento para ella. Miraba abstraída en alguna dirección, pero sus ojos no se posaban en mi presencia.
Fue un momento especial, quizá uno de los más especiales que había vivido. Pero aquel instante, en el que el tiempo parecía haberse detenido, se interrumpió cuando ella decidió levantarse del banco y seguir su camino sin mirar hacia atrás, sin verme, sin saber que yo había estado ahí, observándola, queriéndola sin conocerla…


Marta y Diego

Marta había vuelto a la plaza varias veces. Al principio se sentía tonta al verse a sí misma buscando a un hombre al que no conocía, pero después sintió que no podía luchar contra ello y se dejó llevar por aquella absurda situación.
Él seguía sentándose en el mismo banco, con aquel libro que parecía ojear siempre sin interés. Ella se sentaba cada vez en un banco diferente, buscando sus ojos, su mirada, su atención, pero nunca llegaba ese momento, pues él no la veía, no reparaba en ella.
Diego también visitaba la plaza a menudo. Se sentaba, sacaba su libro y pasaba las páginas mientras observaba a la mujer, que con la mirada siempre distraída en otro lugar, parecía no reparar nunca en él.
Con el tiempo, Marta se dio cuenta de que el hombre jamás sentiría su presencia, jamás la vería, pues a pesar de que estaban en la misma plaza, de que estaban tan cerca, ella comprendió que en realidad estaban muy lejos.
De igual modo, Diego fue consciente de que nunca podría tocar a aquella mujer, nunca hablaría con ella y nunca se cruzarían sus miradas. A pesar de aquella certeza, ambos continuaron paseando por la plaza con la esperanza de que sus “fantasmas” cruzasen la misteriosa línea que les separaba.


Marta

Aquella mañana el sol parecía no atreverse a apartar las nubes de su camino, por lo que sus rayos salían y entraban en la plaza dejando dibujos dorados a su paso.
Me sentí inquieta al no encontrar allí al hombre del libro. No estaba, no había ido, y supe que algo no iba a ir bien.
Sin saber muy bien a dónde dirigirme, mi atención reparó en una pequeña cafetería que me pareció no haber visto nunca, y fue eso lo que me llevó a acercarme hasta allí.
Me asomé tímidamente por un gran ventanal y puede ver al hombre del libro sentando ahí mismo, en una coqueta mesa cerca de la ventana. Solo nos separaba el cristal y me emocionó pensar que nunca había estado tan cerca de él.
Tenía el libro en sus manos, y de él se asomaba una pequeña hoja en la que había dibujado a lápiz un retrato, un rostro muy familiar…
Me dio un vuelco el corazón cuando fui consciente de que aquel rostro era el mío, de que él me había dibujado, de que me había visto, de que me había sentido.
Pero aquella sensación de júbilo se vio interrumpida por el fuerte sonido de un disparo, de varios disparos que un hombre de mediana edad había perpetrado con una pistola que sacó repentinamente de su chaqueta.
Además de al camarero y una chica joven, uno de los disparos alcanzó también al hombre del libro.
No entendí que ocurría en esa cafetería ni por qué ese hombre había disparado a esas personas. Solo supe que era algo que estaba pasando en otro lugar y que yo no podía hacer nada, ni siquiera aporrear el cristal de la ventana.

La única conexión física que había entre el hombre del libro y yo, era aquel dibujo, aquel retrato. La prueba de que ambos nos habíamos amado en algún momento de nuestras vidas sin habernos tocado.

13 may 2016

La habitación escondida



Twilight in the nursery (Jacek Yerka)




No era la primera vez que Carla se preguntaba que había tras la puerta que estaba al final del pasillo… La puerta amarilla, como la llamaba ella, pues al no abrirse nunca, y al ser ignorada por el resto de la familia, la madera había adquirido un sucio tono amarillento que delataba su inutilidad.
Pero a Carla no le extrañaba que nadie hiciese caso a la puerta amarilla, pues se encontraba en el último piso de la casa, al final del  largo corredor  que conducía a las escaleras de la buhardilla.
La vieja puerta estaba enfrentada a los peldaños que ascendían a la habitación abuhardillada,  donde su hermano y ella solían jugar al escondite, y cuando subías desde el piso de los dormitorios, podías elegir entre ir a la buhardilla o ir a la puerta amarilla, pero ¿Quién querría abrir esa puerta? Se preguntaba Carla, pues le parecía fea y estrecha, y pensaba que nada interesante podía haber detrás… Aun así, la pequeña Carla era una niña, y como tal, era difícil que no sintiese curiosidad…
Marcos, su hermano mayor, tampoco hablaba de la puerta. Ni siquiera la miraba. Pero no era por miedo o porque alguien le hubiese contado oscuras historias sobre ella, sino simplemente porque pensaba que no había más que escobas, productos de limpieza  y los sacos de pienso de Mona, la gatita blanca que habían adoptado sus padres el pasado verano.
De esta manera, la puerta amarilla había pasado a la más absoluta ignorancia, y era este el efecto que la madre de Marcos y Carla quería conseguir… Que nadie preguntase que había detrás de la puerta del pasillo que llevaba a la buhardilla.
Ni siquiera Daniel, su marido, tenía ya interés en aquella puerta olvidada. Preguntó por ella al mudarse allí por primera vez, pero como la casa era una herencia de su mujer, y ella le había dicho que era un cuarto de escobas en el que solían anidar los ratones, Daniel dedujo que permanecía cerrada para evitar que los roedores anduviesen por la casa.
Pero Carla tenía solo cinco años, y esa temprana edad la imaginación es la herramienta más poderosa que tiene un niño, y aunque su madre también había sido infante, desgraciadamente ya no recordaba lo que ello implicaba…

Era el primer verano que pasaban en la casa. El canto de las chicharras adornaba un paisaje seco y mustio, que se había  marchitado por la ausencia de lluvia durante casi todo el invierno.  
Hacía demasiado calor en la buhardilla, y a Carla no le apetecía jugar al escondite, así que, dejó a su hermano solo y se dispuso a bajar las escaleras, en busca del frescor de las habitaciones.
Mientras descendía los estrechos peldaños, la niña pudo ver como la puerta amarilla, que permanecía medio oculta en la penumbra,  estaba levemente entreabierta… Un pequeño resquicio casi imperceptible, pero que a Carla, tan acostumbrada a verla cerrada, se le hizo evidente.
No sin cierta inquietud, la pequeña se acercó a la puerta poco a poco, como si no tuviera prisa en desvelar el misterio que aguardaba detrás del color amarillento de aquella vieja madera.
Cuando estuvo cerca, alzó la mano y empujó muy despacio la puerta, que chirrió al abrirse como si se quejase al notar que la movían.
Una tenue luz artificial iluminó el rostro de Carla, que tuvo que entornar los ojos para apaciguar el contraste de la oscuridad; pero no tardó en acostumbrarse, pues el leve resplandor se suavizó al fundirse con las sombras que llegaban del pasillo.
Ante ella había una habitación de unos veinte metros, adornada toda ella con motivos infantiles: peluches, pequeñas estrellas luminosas en el techo, un viejo caballo de madera en forma de balancín… y al lado de una pequeña ventana, descansaba una cuna vacía que por un momento pareció moverse sola… pero Carla no supo si se lo había imaginado.
La niña no supo interpretar qué significaba aquella habitación, y por qué su madre había mentido diciendo que solo había escobas y ratas detrás de la puerta amarilla.
Se sintió confusa, y por un momento pensó en correr para enseñarle el hallazgo a su hermano, pero prefirió quedarse a observar los detalles en los que aún no había reparado.
De repente, una voz familiar llegó hasta sus oídos en forma de suave melodía. Era una canción… Una letra infantil que ella conocía muy bien.  
Tardó un rato en darse cuenta de que era la voz de su madre, y de que la nana que estaba escuchando, era esa que siempre le cantaba antes de quedarse dormida.

Carla no habló con nadie de su hallazgo, ni si quiera se atrevió a preguntar a su madre por el significado de aquella misteriosa habitación infantil.
Sin embargo, varios años después, cuando la niña ya no era tan niña, sintió la necesidad de volver a abrir la puerta amarilla, y de comprobar si la estancia secreta seguía estando allí, tal y como la vio años atrás.
Pero para su sorpresa, cuando se volvió a enfrentar a los viejos tablones descoloridos de la estrecha puerta, descubrió que tras ella no había más que un pequeño cuarto de escobas y productos de limpieza…
Carla nunca supo si lo que vio fue real o fue producto de la imaginación de una niña de cinco años…


10 sept 2015

La reflexión


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Ella lo miró con tristeza, casi con compasión, y antes de abrir la puerta para marcharse dijo:
-Tienes suerte de que Ándros sea tu padre.
Max dibujó una sonrisa en su delgado rostro. Una línea sarcástica en sus labios que acompañó con un lento parpadeo.
-¿Por qué? ¿Crees que es un padre ejemplar?
Los ojos de la mujer se humedecieron, aunque solo ella pudo notarlo.
-… Porque sigue vivo. – contestó, marchándose después mientras cerraba la puerta tras de sí.
Max no tuvo tiempo de replicar, y de haberlo tenido, no habría sabido qué decir.
Después miró hacía la camilla donde se encontraba su padre, que, haciéndose el dormido, pudo escuchar la conversación entre su hijo y la joven alumna que había ido a visitarle: Marga.
Pero lo que él no sabía es que Marga, que asistía puntualmente a sus clases de literatura, había perdido a su padre hacía ya diez años.

Marga no sabía si Ándros era un padre ejemplar o no, y pensó que aquello no importaba, que lo único que valía la pena es que siguiera vivo, y que su hijo pudiera abrazarlo de nuevo.
Aquello le tocó el corazón, pues Ándros le recordaba a su padre, y quizá por eso sentía un cariño especial hacia aquel hombre al que apenas conocía.
Su padre no tuvo otra oportunidad y Ándros sí, y por eso, Max debería sentirse afortunado.
Pero Max no tenía la relación que Marga tuvo con su padre, y a veces, el amor, es difícil de mostrar, pues un solo paso puede separarte  de él.

Ándros, que seguía haciéndose el dormido, se preguntó si su hijo había ido a verlo por obligación, o si realmente quería estar allí, a su lado, viendo como la decrepitud de la vejez empezaba a pasarle factura.

Pero el caso es que todo aquello daba igual. No importaba si Max quería a su padre o no. Lo único que tenía relevancia, pensó Marga, es que Max tenía otra oportunidad para estar con su padre.