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Marta
El cielo se había cubierto de nubes esa tarde.
Apenas se podía distinguir algún resquicio azul de entre aquella maraña de algodón
gris que se había posado sobre los tejados de la ciudad.
Había empezado a chispear cuando salí a la calle, y
maldecí el no disponer de un paraguas en aquel momento, aunque por fortuna, la
amenaza de un gran aguacero, solo se quedó en una tímida llovizna que no llego
a empapar el suelo.
Caminaba rápido, sin pensar en demasiadas cosas,
solo atenta al ritmo de mis tacones que golpeaban el suelo a cada paso, y fue
entonces cuando la música del teléfono móvil me arrancó de mi letargo.
Me senté en el banco de un solitario parque para
contestar a la llamada. Era mi hermano, que solía llamarme cada semana para ver
cómo estaba.
Al igual que me ocurría al caminar, cuando hablaba
sin tener un interlocutor delante, me abstraía del mismo modo que me dejaba
llevar por el taconeo de mis zapatos, y en ese lapso en el que las palabras de
mi hermano sonaban lejanas, divisé por casualidad a un hombre sentado en un
banco próximo.
Tenía el pelo castaño, de unos treinta y muchos
años, y hojeaba las páginas de un libro que parecía no interesarle demasiado.
No sé por qué, pero me pareció atractivo, y tuve la
sensación conocerle de algo, como un Deja
vu…
Mientras hablaba con mi hermano, no dejé de
observarle. Él parecía no haber reparado en mí, y reía tímidamente cuando se
centraba en leer alguna hoja del libro que tenía en sus manos.
Claramente, era un hombre atractivo y sentí que
podría pasar el resto de mi vida con él… Una idea estúpida teniendo en cuenta
que no lo conocía de nada.
Me sentí algo avergonzada por mis pueriles
pensamientos y dejé de mirarle en la
distancia durante un rato, a la vez que aprovechaba para prestar más atención a
lo que mi hermano me contaba. Pero poco duraron mis intentos por concentrarme
en la conversación, y sin darme apenas cuenta, mis ojos buscaron de nuevo la
presencia de aquel hombre.
Había cerrado el libro y miraba abstraído hacía
algún lugar cercano a mí, pero no parecía verme ni estar interesado en seguir
mi conversación telefónica.
Ligeramente trastornada por los repentinos
sentimientos que ese hombre había despertado en mí, decidí seguir mi camino sin
mirar atrás.
Diego
Aquella tormentosa tarde me había dejado un molesto
dolor de cabeza. La baja presión y el bochorno del ambiente afectaban a mi
salud de una forma que ya conocía bien.
Con un paso lento y decadente, me acerque a una
pequeña plaza protegida por las copas de tres grandes árboles. Era un lugar
solitario, sin nadie que lo paseara en ese momento, lo que me llevó a sentarme
en uno de los bancos de madera que reposaban en el suelo de la plaza.
Fue entonces cuando la vi. Se acercó mientras
hablaba por teléfono.
El sonido de sus tacones llamó mi atención, y sin
saber por qué, pues jamás había visto a aquella mujer, me pareció no solo que
la conocía de algo, sino que también despertó en mí una extraña atracción de
querer estar con ella.
La observé mientras se sentaba en el banco a hablar
por teléfono, y para no ser visto y parecer descortés, saqué un pequeño libro
que llevaba en la mochila y empecé a
ojearlo distraídamente.
La mujer parecía no haber reparado en mí, e incluso
me atrevería a decir que ni siquiera existía en ese momento para ella. Miraba
abstraída en alguna dirección, pero sus ojos no se posaban en mi presencia.
Fue un momento especial, quizá uno de los más
especiales que había vivido. Pero aquel instante, en el que el tiempo parecía
haberse detenido, se interrumpió cuando ella decidió levantarse del banco y
seguir su camino sin mirar hacia atrás, sin verme, sin saber que yo había
estado ahí, observándola, queriéndola sin conocerla…
Marta y Diego
Marta había vuelto a la plaza varias veces. Al
principio se sentía tonta al verse a sí misma buscando a un hombre al que no
conocía, pero después sintió que no podía luchar contra ello y se dejó llevar
por aquella absurda situación.
Él seguía sentándose en el mismo banco, con aquel
libro que parecía ojear siempre sin interés. Ella se sentaba cada vez en un
banco diferente, buscando sus ojos, su mirada, su atención, pero nunca llegaba
ese momento, pues él no la veía, no reparaba en ella.
Diego también visitaba la plaza a menudo. Se
sentaba, sacaba su libro y pasaba las páginas mientras observaba a la mujer,
que con la mirada siempre distraída en otro lugar, parecía no reparar nunca en
él.
Con el tiempo, Marta se dio cuenta de que el hombre
jamás sentiría su presencia, jamás la vería, pues a pesar de que estaban en la
misma plaza, de que estaban tan cerca, ella comprendió que en realidad estaban
muy lejos.
De igual modo, Diego fue consciente de que nunca
podría tocar a aquella mujer, nunca hablaría con ella y nunca se cruzarían sus
miradas. A pesar de aquella certeza, ambos continuaron paseando por la plaza
con la esperanza de que sus “fantasmas” cruzasen la misteriosa línea que les
separaba.
Marta
Aquella mañana el sol parecía no atreverse a apartar
las nubes de su camino, por lo que sus rayos salían y entraban en la plaza
dejando dibujos dorados a su paso.
Me sentí inquieta al no encontrar allí al hombre del
libro. No estaba, no había ido, y supe que algo no iba a ir bien.
Sin saber muy bien a dónde dirigirme, mi atención
reparó en una pequeña cafetería que me pareció no haber visto nunca, y fue eso
lo que me llevó a acercarme hasta allí.
Me asomé tímidamente por un gran ventanal y puede
ver al hombre del libro sentando ahí mismo, en una coqueta mesa cerca de la
ventana. Solo nos separaba el cristal y me emocionó pensar que nunca había
estado tan cerca de él.
Tenía el libro en sus manos, y de él se asomaba una
pequeña hoja en la que había dibujado a lápiz un retrato, un rostro muy
familiar…
Me dio un vuelco el corazón cuando fui consciente de
que aquel rostro era el mío, de que él me había dibujado, de que me había
visto, de que me había sentido.
Pero aquella sensación de júbilo se vio interrumpida
por el fuerte sonido de un disparo, de varios disparos que un hombre de mediana
edad había perpetrado con una pistola que sacó repentinamente de su chaqueta.
Además de al camarero y una chica joven, uno de los
disparos alcanzó también al hombre del libro.
No entendí que ocurría en esa cafetería ni por qué
ese hombre había disparado a esas personas. Solo supe que era algo que estaba
pasando en otro lugar y que yo no podía hacer nada, ni siquiera aporrear el
cristal de la ventana.
La única conexión física que había entre el hombre
del libro y yo, era aquel dibujo, aquel retrato. La prueba de que ambos nos
habíamos amado en algún momento de nuestras vidas sin habernos tocado.
3 comentarios:
Me has encantado me gusta como escribes saludos desde Miami
Muchas gracias por tu comentario.
gracias por ser como eres
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