9 jun 2017

Marta y Diego



Imagen de Internet 



Marta

El cielo se había cubierto de nubes esa tarde. Apenas se podía distinguir algún resquicio azul de entre aquella maraña de algodón gris que se había posado sobre los tejados de la ciudad.
Había empezado a chispear cuando salí a la calle, y maldecí el no disponer de un paraguas en aquel momento, aunque por fortuna, la amenaza de un gran aguacero, solo se quedó en una tímida llovizna que no llego a empapar el suelo.
Caminaba rápido, sin pensar en demasiadas cosas, solo atenta al ritmo de mis tacones que golpeaban el suelo a cada paso, y fue entonces cuando la música del teléfono móvil me arrancó de mi letargo.
Me senté en el banco de un solitario parque para contestar a la llamada. Era mi hermano, que solía llamarme cada semana para ver cómo estaba.
Al igual que me ocurría al caminar, cuando hablaba sin tener un interlocutor delante, me abstraía del mismo modo que me dejaba llevar por el taconeo de mis zapatos, y en ese lapso en el que las palabras de mi hermano sonaban lejanas, divisé por casualidad a un hombre sentado en un banco próximo.
Tenía el pelo castaño, de unos treinta y muchos años, y hojeaba las páginas de un libro que parecía no interesarle demasiado.
No sé por qué, pero me pareció atractivo, y tuve la sensación conocerle de algo, como un Deja vu…
Mientras hablaba con mi hermano, no dejé de observarle. Él parecía no haber reparado en mí, y reía tímidamente cuando se centraba en leer alguna hoja del libro que tenía en sus manos.
Claramente, era un hombre atractivo y sentí que podría pasar el resto de mi vida con él… Una idea estúpida teniendo en cuenta que no lo conocía de nada.
Me sentí algo avergonzada por mis pueriles pensamientos  y dejé de mirarle en la distancia durante un rato, a la vez que aprovechaba para prestar más atención a lo que mi hermano me contaba. Pero poco duraron mis intentos por concentrarme en la conversación, y sin darme apenas cuenta, mis ojos buscaron de nuevo la presencia de aquel hombre.
Había cerrado el libro y miraba abstraído hacía algún lugar cercano a mí, pero no parecía verme ni estar interesado en seguir mi conversación telefónica.
Ligeramente trastornada por los repentinos sentimientos que ese hombre había despertado en mí, decidí seguir mi camino sin mirar atrás.


Diego

Aquella tormentosa tarde me había dejado un molesto dolor de cabeza. La baja presión y el bochorno del ambiente afectaban a mi salud de una forma que ya conocía bien.
Con un paso lento y decadente, me acerque a una pequeña plaza protegida por las copas de tres grandes árboles. Era un lugar solitario, sin nadie que lo paseara en ese momento, lo que me llevó a sentarme en uno de los bancos de madera que reposaban en el suelo de la plaza.
Fue entonces cuando la vi. Se acercó mientras hablaba por teléfono.
El sonido de sus tacones llamó mi atención, y sin saber por qué, pues jamás había visto a aquella mujer, me pareció no solo que la conocía de algo, sino que también despertó en mí una extraña atracción de querer estar con ella.
La observé mientras se sentaba en el banco a hablar por teléfono, y para no ser visto y parecer descortés, saqué un pequeño libro que llevaba en la mochila y empecé a  ojearlo distraídamente.
La mujer parecía no haber reparado en mí, e incluso me atrevería a decir que ni siquiera existía en ese momento para ella. Miraba abstraída en alguna dirección, pero sus ojos no se posaban en mi presencia.
Fue un momento especial, quizá uno de los más especiales que había vivido. Pero aquel instante, en el que el tiempo parecía haberse detenido, se interrumpió cuando ella decidió levantarse del banco y seguir su camino sin mirar hacia atrás, sin verme, sin saber que yo había estado ahí, observándola, queriéndola sin conocerla…


Marta y Diego

Marta había vuelto a la plaza varias veces. Al principio se sentía tonta al verse a sí misma buscando a un hombre al que no conocía, pero después sintió que no podía luchar contra ello y se dejó llevar por aquella absurda situación.
Él seguía sentándose en el mismo banco, con aquel libro que parecía ojear siempre sin interés. Ella se sentaba cada vez en un banco diferente, buscando sus ojos, su mirada, su atención, pero nunca llegaba ese momento, pues él no la veía, no reparaba en ella.
Diego también visitaba la plaza a menudo. Se sentaba, sacaba su libro y pasaba las páginas mientras observaba a la mujer, que con la mirada siempre distraída en otro lugar, parecía no reparar nunca en él.
Con el tiempo, Marta se dio cuenta de que el hombre jamás sentiría su presencia, jamás la vería, pues a pesar de que estaban en la misma plaza, de que estaban tan cerca, ella comprendió que en realidad estaban muy lejos.
De igual modo, Diego fue consciente de que nunca podría tocar a aquella mujer, nunca hablaría con ella y nunca se cruzarían sus miradas. A pesar de aquella certeza, ambos continuaron paseando por la plaza con la esperanza de que sus “fantasmas” cruzasen la misteriosa línea que les separaba.


Marta

Aquella mañana el sol parecía no atreverse a apartar las nubes de su camino, por lo que sus rayos salían y entraban en la plaza dejando dibujos dorados a su paso.
Me sentí inquieta al no encontrar allí al hombre del libro. No estaba, no había ido, y supe que algo no iba a ir bien.
Sin saber muy bien a dónde dirigirme, mi atención reparó en una pequeña cafetería que me pareció no haber visto nunca, y fue eso lo que me llevó a acercarme hasta allí.
Me asomé tímidamente por un gran ventanal y puede ver al hombre del libro sentando ahí mismo, en una coqueta mesa cerca de la ventana. Solo nos separaba el cristal y me emocionó pensar que nunca había estado tan cerca de él.
Tenía el libro en sus manos, y de él se asomaba una pequeña hoja en la que había dibujado a lápiz un retrato, un rostro muy familiar…
Me dio un vuelco el corazón cuando fui consciente de que aquel rostro era el mío, de que él me había dibujado, de que me había visto, de que me había sentido.
Pero aquella sensación de júbilo se vio interrumpida por el fuerte sonido de un disparo, de varios disparos que un hombre de mediana edad había perpetrado con una pistola que sacó repentinamente de su chaqueta.
Además de al camarero y una chica joven, uno de los disparos alcanzó también al hombre del libro.
No entendí que ocurría en esa cafetería ni por qué ese hombre había disparado a esas personas. Solo supe que era algo que estaba pasando en otro lugar y que yo no podía hacer nada, ni siquiera aporrear el cristal de la ventana.

La única conexión física que había entre el hombre del libro y yo, era aquel dibujo, aquel retrato. La prueba de que ambos nos habíamos amado en algún momento de nuestras vidas sin habernos tocado.