28 sept 2010

El Ángel de la guarda



Ángel de la guarda, dulce compañía.
No me desampares ni de noche ni de día…



Sentada en los pies de mi cama, cada noche, mi madre rezaba conmigo al Ángel de la guarda. Yo tenía seis años, y debido a la inocencia que nos caracteriza a esa edad, la idea de un Ángel que velara por el bienestar de cada persona, se me antojaba atractiva, aunque mi mente racional, avisara de una fantasía absurda, escondida detrás de una bonita leyenda.
Fue en aquella época cuando conocí a Aymé, un niño de mi edad que llegó nuevo al colegio, después de haber vivido en una ciudad cuyo nombre resultaba impronunciable para mis inexpertos labios.
Era un niño alegre, con las mejillas sonrojadas y cara de travieso, pero la dulzura de sus gestos suavizaba el aspecto de chiquillo revoltoso.
Nos hicimos amigos desde el primer día y siempre estábamos juntos. Corríamos de un lado a otro, jugábamos al escondite, nos imaginábamos que éramos valientes guerreros y compartíamos nuestra merienda. Parecíamos dos hermanos inseparables.
Recuerdo un día en el que caí por un empinado barranco y me hice una terrible herida en el tobillo. Me puse a llorar desconsolada, pues me dolía mucho, y Aymé, que presenció el accidente, me abrazó con fuerza dándome un besito en la mejilla. Me pareció entonces que el golpe ya no dolía tanto.
Así transcurrieron cuatro años, en los que creí haber encontrado al mejor amigo de mi vida. Sin embargo, un día en el que la lluvia caía sin tregua sobre las calles polucionadas, Aymé se marchó del colegio. Únicamente me dijo que su familia se trasladaba a otra ciudad.
Durante un tiempo estuve triste, melancólica, sin ganas de jugar con otros niños, pero la herida de la soledad no tardó en curarse, y pronto descubrí que la vida seguía adelante, con otros amigos a los que conocer y otras aventuras que vivir.
Pasaron los años, y empecé la universidad. El ambiente era estupendo, y puedo decir que fue una época maravillosa. No me falto de nada, e incluso conocí a Teo, mi futuro marido, que me aventajaba en varios cursos. Sin embargo, la época feliz y alocada, no duro demasiado.
Una fatídica llamada telefónica que me arrancó de un examen, anuncio que mi padre había muerto de un súbito e inesperado ataque al corazón.
Aquel episodio ensombreció mi vida en un instante. Jamás me había enfrentado a nada similar, e ignoraba por completo como afrontar la pérdida de un ser querido.
El entierro fue el peor día de mi existencia, y ni la compañía de Teo logró apaciguar la punzada de dolor que me atravesaba el pecho.
Fue entonces, entre aquel llanto que impregnaba todo lo que había a mi alrededor, cuando apareció Aymé, abriéndose paso entre la gente, como un rayo de luz atravesando un túnel de oscuridad. A pesar de los años que habían pasado, pude reconocerle en seguida.
- ¡Aymé! – Exclame emocionada, y me tiré a sus brazos como si nunca se hubiera marchado.
Me contó que se había enterado de la muerte de mi padre, y quiso venir a acompañarme en aquellos momentos tan duros. Ahora vivía de nuevo en la ciudad, pues estaba haciendo un curso de refuerzo para su carrera.
Aymé estuvo conmigo en todo momento. Me ayudó a sobrellevar la muerte de mi padre y hacer que el dolor se hiciera más leve. Paseábamos juntos, nos contábamos nuestras cosas, estudiábamos en la biblioteca… e incluso llegó a tener una buena amistad con Teo, que al principio estaba un poco celoso, pero le bastó conocerle para entender que era un buen amigo.
Así transcurrió un año, en el que pude sobreponerme a la muerte de mi padre, y aceptar que la vida consistía en aquellas cosas. En esos trescientos sesenta y cinco días, quizás alguno más, la herida de mi corazón dejo de sangrar.
Entonces, Aymé se fue de nuevo. Me dejo una emotiva carta en el buzón, en la que explicaba que un trabajo en otra ciudad requería su marcha, pero se alegraba enormemente de haberme ayudado a superar aquellos momentos tan tristes.
Volví a sentir aquella soledad que me invadió cuando era una niña. Pero el amor de Teo y la dedicación a mis estudios, mantuvieron a raya cualquier inicio de nostalgia.
Pasaron quince años desde que Aymé nos dejo aquella carta de despedida.
En ese escalón de mi vida, me case con Teo y tuve una preciosa hija a la que llamé Sofía.
Era muy feliz, y veía como un nuevo comienzo se extendía ante mí, invitándome a ser descubierto.
Sofía dio una flamante luz a mi existencia. Me encontré con que, todo lo que hacía, era para ella, y estaba encantada con esta nueva etapa.
Sin embargo, como en otros capítulos de mi vida, la tranquilidad se vio truncada por el capricho del destino.
Conocí a Mario, un agradable compañero de trabajo, algo más joven que yo, del que acabé enamorándome. Por supuesto, nos veíamos a escondidas, llenos de dudas y de incertidumbre, llenos de remordimientos y de poca honestidad. Pero en el océano de nuestros corazones, nos queríamos.
Por culpa de mis caprichos amorosos, deje a Teo e hice pasar muy malos momentos a Sofía, que aún era una niña para comprender lo que pasaba.
Con el tiempo, llegué a sentirme tan mal conmigo misma, que caí en una peligrosa espiral de depresión, que me llevó a perder mi trabajo, a desatender a mi hija y a llorar sin miramientos en cualquier lugar en el que me encontrase. Sin embargo, en un frío día de invierno, el destino me llevó de la mano a una cafetería llamada “La gran alegría”, y haciendo honor a su nombre, eso es lo que sentí al encontrar a Aymé, sentado en una pequeña mesa, mientras se tomaba un café en una pequeña taza blanca.
Me sentí muy feliz al verle de nuevo. Pasamos toda la tarde hablando y me sinceré contándole todo lo que me estaba ocurriendo.
Mientras me miraba dulcemente y sonreía como si nada fuera demasiado importante, pensé en que Aymé siempre aparecía cuando las cosas no iban bien en mi vida. Era una bonita casualidad…
Como había hecho otras veces, me dio buenos consejos, me ayudo a centrar mi vida en Sofía, a pedir perdón a Teo por el daño que le había causado y explicarle que estaba enamorada de otra persona. Eso hizo que la carga emocional que sentía, volase para liberar mi mente.
Pero esta vez, la estancia de Aymé fue más corta. Partió sin dar muchas explicaciones justo cuando mi vida empezaba a dar buenos frutos.
Afortunadamente, los años que siguieron a la última marcha de mi mejor, y a veces, enigmático amigo, fueron muy dulces y tranquilos. Volví a enamorarme, mi hija se caso y tuvo dos hijos, y yo me convertí en una abuela que empezaba a disfrutar de su inevitable vejez.
Ahora vivo en una residencia, rodeada de ancianos que, como yo, intentan sobrellevar los pocos años que les quedan. Algunos están mal, otros están mejor, y yo, al menos, conservo algo de lucidez en las neuronas. Por eso estoy escribiendo ahora esta historia, porque ayer, cuando me dio por pensar en la muerte que me acechaba, llegó a la residencia un nuevo morador. Llevaba un gracioso sombrero de vaquero y sonreía dulcemente al mirarme. Aymé había vuelto, tan envejecido como yo y tan travieso como siempre. Se sentó a mi lado, me cogió de la mano y me dijo que había venido para estar conmigo, pero esta vez, para siempre.
Sentada en la cama, escribiendo estas palabras, recuerdo a mi madre rezando al Ángel de la guarda, y sonrío cómplice de mi descubrimiento, al darme cuenta de que Aymé es mi Ángel de la guarda.

21 sept 2010

¿Quién es Camil Bertet?

La Venus del espejo, de Velázquez




El espejo devolvió su imagen, no desprovista de una mueca cruel.
- ¿Quién eres? – Preguntó a su reflejo, pero como era de esperar, no hubo respuesta.
Camil llevaba al menos diez minutos contemplándose así mismo. Se movía de un lado a otro, subía los brazos, se agachaba, aguantaba la respiración... Sin embargo, el espejo, encerraba a un gemelo inmóvil, petrificado, con una leve sonrisa sarcástica como única señal de vida.
Camil se acercó al espejo y lo agarró con ambas manos. Su imagen no respondió, solamente le devolvió una mirada oscura.
- ¿Quién eres? – Volvió a susurrar, pues no reconocía aquella reproducción de su cuerpo, que trataba de generar en él un sentimiento de incertidumbre.
Encontró el espejo dos días atrás, tirado en un contenedor, pero cuidadosamente envuelto en una sábana. Era tan hermoso y parecía ser tan antiguo, que Camil pensó que era un desmesurado error intentar deshacerse de tan exquisita reliquia.
Así acabó el espejo en su casa, y así empezó su imagen a no respetar su propia esencia, saltándose los límites de lo racional.
Pero Camil no se daba por vencido. Quería saber quién estaba al otro lado del espejo, quién se burlaba de él…
Sin embargo, unos días más tarde, cuando Camil quiso de nuevo enfrentarse a sí mismo, no encontró su imagen, no se reflejaba, era como si se tratara de un vampiro o de alguna otra criatura siniestra. Se sintió realmente consternado.
Miró al espejo sin imagen, mientras una absurda idea empezó a recorrer su cabeza.
- ¿Camil? – Susurró, llamándose a sí mismo - ¿Camil Bertet?
- Soy yo – Se oyó responder. Sin embargo, tardó en darse cuenta de que la voz había salido de su propia garganta. Rió ante la comedia que estaba representando.
Fue consciente entonces de que su imagen se había perdido, pero… ¿Se había perdido solo en ese espejo?
Lleno de inquietud, corrió a mirar su rostro en el pequeño espejo del baño. Se plantó delante, con los músculos tensos, y segundos después pudo relajarse al ver reflejadas sus curtidas facciones. Respiró tranquilo, pues su imagen no se había perdido. Era aquel dichoso espejo que había encontrado.
Decidido, Camil cogió la reliquia recién adquirida y se dispuso a dejarla donde la había rescatado: en el cubo de la basura. Sin embargo, nuestro amigo Camil desconoce algo que podría ser importante para él:
No se ha preguntado quién es en realidad Camil Bertet… No se ha parado a pensar si lo que se ha perdido es su imagen o es él…
Quizás, el reflejo del espejo sea el verdadero Camil…

13 sept 2010

La herida

Mark Ryden




Si me dejas, no podré soportarlo…

Esas fueron las palabras malditas que Agnes pronunció antes de abandonar la cafetería.
Lo dijo sin pensar, sin entender su significado, con una mueca de dolor disfrazada dentro de un tono hostil. Se condenó, sin saberlo, a ser la protagonista de su propia desgracia.
La lluvia acompañaba el dolor de Agnes. Caía tanta agua sobre las calles de la gran ciudad, que el fin del mundo parecía estar próximo. Era como presenciar un nuevo diluvio dirigido por la mano de Dios.
Empapada y con el corazón abatido, la muchacha se alejo de la cafetería en la que León, el hombre al que amaba con locura, se había despedido de ella.
Si me dejas, no podré soportarlo… Había dicho Agnes. Pero León no sucumbió al dolor de la joven. Quiso ser fuerte y dejar a una mujer que se había obsesionado con una relación perfecta, y con un hombre perfecto. Aquello no existía para él.
Cuando esa misma noche, Agnes se desnudó para tomar un baño caliente, descubrió una pequeña herida muy cerca de su pecho izquierdo. No recordaba haberse dado ningún golpe, pero… no le dio demasiada importancia. Se metió en el agua y cerró los ojos con la esperanza de retener en su mente la imagen de León.
A la mañana siguiente, la herida se había hecho más grande y tenía un aspecto terrible. Era como si un cuchillo hubiera desgarrado la delicada piel de Agnes para intentar introducirse hasta su corazón.
La muchacha curó la extraña herida que asolaba casi todo su pecho, y se la tapó cuidadosamente con una venda. Tenía la esperanza de que desapareciera de la misma forma que había aparecido. Sin embargo, lejos de que el deseo de Agnes se cumpliera, ocurrió algo que intensificó la gravedad de lo que estaba pasando.
León estaba sentado en la cafetería de siempre, tomando su habitual té verde con un toque de anís. Al verle a través del gran ventanal, la joven se detuvo y posó sus manos en el cristal, pero León, que hojeaba distraído un periódico, no la miró, no se percató de su presencia, ni siquiera hizo ademán de recordarla… Fue cuando la herida comenzó a sangrar…
Agnes no podía seguir caminando. Se encontraba débil y su pecho le dolía intensamente. Volvió a su casa, donde desnudó de nuevo su cuerpo y arrancó los vendajes que cubrían la herida. Mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en León, en su rostro, en sus caricias, en sus palabras, en su olor… No quería olvidarle…
Y la herida sangraba cada vez más…
Agnes cayó al suelo, abatida, casi exánime. Sólo pudo ver a través del espejo, como su imagen se iba apagando poco a poco, recibiendo el frío de una oscuridad que quería atrapar su cuerpo para siempre.
Si me dejas, no podré soportarlo…
Agnes comprendió que su obsesión por León la había matado.

6 sept 2010

Despertar

M. C. Escher

Desperté empapada en mi propio sudor, sumida aún en un mundo onírico imposible, que acechaba mi mente como una garra turbadora.
Me senté en la cama y encendí la luz con la esperanza de sentir algo de calor y compañía, pues la oscuridad siempre se tornaba antipática después de una pesadilla.
Noté que tenía sed. La desagradable experiencia me había dejado la boca seca, así que, salí de la comodidad de la cama para dirigirme con pasos lentos a la pequeña cocina.
Sin embargo, al encender la luz del pasillo, advertí que había algo distinto… Algo había cambiado, pero no sabía que era…
Sin darle mucha importancia, seguí mi camino hacia la cocina, donde una botella de agua fresca me esperaba en la nevera. Pero la puerta de la cocina no estaba en su lugar… había desaparecido…
Me quedé quieta, pensando qué podía estar ocurriendo. ¿Me encontraba desorientada? Pero ¿Por qué iba a estar desorientada?
Seguí caminado por el pasillo y mi mente se colapso al descubrir que el corredor terminaba en una robusta pared, en lugar de morir en la puerta principal de salida a la calle.
Aquello tenía que ser un sueño, era la única explicación.
Volví sobre mis pasos y me aventuré a regresar a la habitación, con la esperanza de que todo siguiera igual allí, pero el optimismo se desvaneció por completo al encontrarme con unas escaleras donde debía estar mi dormitorio. Resignada, subí por ellas, pisando con los pies descalzos unos escalones de frío mármol, y no pude más que echar de menos unos calcetines.
Cuando llegué a último peldaño, mi extrañeza se transformó en desasosiego. Lo que veía ante mí, era mi casa de nuevo, pero con una estructura diferente, llena de niveles y escaleras que no iban a ninguna parte.
Cerré los ojos y deseé despertar otra vez, pues estaba claro que estaba soñando que había despertado, pero las mentes eran traviesas, y solían divertirse a costa de nuestra ignorancia.
Al abrir los ojos, descubrí contenta que me encontraba en la cama, tapada hasta el cuello con mi edredón de plumas. Ahora sí, había despertado.
Encendí la luz y me incorporé mientras desperezaba el cuerpo estirando los brazos. Noté que tenía sed, y me dispuse a llegar a la cocina para disfrutar de un relajante vaso de agua. Sin embargo, al salir al pasillo, me encontré con una infinita escalera que me obligaba a subir hacia ninguna parte…

1 sept 2010

Pasajeros del mundo

Foto de Silvia Meishi


El barco navegaba sin prisa sostenido por las tranquilas aguas del Fiordo del Sueño.
Helli, apoyada sobre la barandilla de proa, admiraba una inmensidad cuya belleza no podía ser más perfecta. Aquellas montañas, asombrosos relieves dejados por la huella de un glaciar ya extinto, se elevaban grandiosas intentando alcanzar el sol.
El mar, que hacía tantos años se había internado en el paraje del sueño, ondeaba indiferente ante el paso de las pequeñas embarcaciones.
La naturaleza más viva plasmaba una profunda huella en los ojos de Helli, que no podía dejar de encandilarse por el espectáculo que le ofrecía la vida.
Sin embargo, la muchacha, no estaba sola en el barco del sueño. Compartía su viaje con desaliñados turistas, elegantes mujeres mayores y curiosos niños que corretean de un lado a otro.
Helli se dio cuenta entonces de que todas aquellas personas compartían con ella un barco aún más grande: el barco del mundo. A pesar de que cada uno tuviera trazado un destino distinto, todos eran pasajeros de la misma embarcación: La vida.
Así pues, los pasajeros del mundo, que desconocen la idea de un largo viaje en barco sobre el mar de la vida, se dirigen impasibles en busca de su propia aventura.
¡Buena suerte!