Ángel de la guarda, dulce compañía.
No me desampares ni de noche ni de día…
No me desampares ni de noche ni de día…
Sentada en los pies de mi cama, cada noche, mi madre rezaba conmigo al Ángel de la guarda. Yo tenía seis años, y debido a la inocencia que nos caracteriza a esa edad, la idea de un Ángel que velara por el bienestar de cada persona, se me antojaba atractiva, aunque mi mente racional, avisara de una fantasía absurda, escondida detrás de una bonita leyenda.
Fue en aquella época cuando conocí a Aymé, un niño de mi edad que llegó nuevo al colegio, después de haber vivido en una ciudad cuyo nombre resultaba impronunciable para mis inexpertos labios.
Era un niño alegre, con las mejillas sonrojadas y cara de travieso, pero la dulzura de sus gestos suavizaba el aspecto de chiquillo revoltoso.
Nos hicimos amigos desde el primer día y siempre estábamos juntos. Corríamos de un lado a otro, jugábamos al escondite, nos imaginábamos que éramos valientes guerreros y compartíamos nuestra merienda. Parecíamos dos hermanos inseparables.
Recuerdo un día en el que caí por un empinado barranco y me hice una terrible herida en el tobillo. Me puse a llorar desconsolada, pues me dolía mucho, y Aymé, que presenció el accidente, me abrazó con fuerza dándome un besito en la mejilla. Me pareció entonces que el golpe ya no dolía tanto.
Así transcurrieron cuatro años, en los que creí haber encontrado al mejor amigo de mi vida. Sin embargo, un día en el que la lluvia caía sin tregua sobre las calles polucionadas, Aymé se marchó del colegio. Únicamente me dijo que su familia se trasladaba a otra ciudad.
Durante un tiempo estuve triste, melancólica, sin ganas de jugar con otros niños, pero la herida de la soledad no tardó en curarse, y pronto descubrí que la vida seguía adelante, con otros amigos a los que conocer y otras aventuras que vivir.
Pasaron los años, y empecé la universidad. El ambiente era estupendo, y puedo decir que fue una época maravillosa. No me falto de nada, e incluso conocí a Teo, mi futuro marido, que me aventajaba en varios cursos. Sin embargo, la época feliz y alocada, no duro demasiado.
Una fatídica llamada telefónica que me arrancó de un examen, anuncio que mi padre había muerto de un súbito e inesperado ataque al corazón.
Aquel episodio ensombreció mi vida en un instante. Jamás me había enfrentado a nada similar, e ignoraba por completo como afrontar la pérdida de un ser querido.
El entierro fue el peor día de mi existencia, y ni la compañía de Teo logró apaciguar la punzada de dolor que me atravesaba el pecho.
Fue entonces, entre aquel llanto que impregnaba todo lo que había a mi alrededor, cuando apareció Aymé, abriéndose paso entre la gente, como un rayo de luz atravesando un túnel de oscuridad. A pesar de los años que habían pasado, pude reconocerle en seguida.
- ¡Aymé! – Exclame emocionada, y me tiré a sus brazos como si nunca se hubiera marchado.
Me contó que se había enterado de la muerte de mi padre, y quiso venir a acompañarme en aquellos momentos tan duros. Ahora vivía de nuevo en la ciudad, pues estaba haciendo un curso de refuerzo para su carrera.
Aymé estuvo conmigo en todo momento. Me ayudó a sobrellevar la muerte de mi padre y hacer que el dolor se hiciera más leve. Paseábamos juntos, nos contábamos nuestras cosas, estudiábamos en la biblioteca… e incluso llegó a tener una buena amistad con Teo, que al principio estaba un poco celoso, pero le bastó conocerle para entender que era un buen amigo.
Así transcurrió un año, en el que pude sobreponerme a la muerte de mi padre, y aceptar que la vida consistía en aquellas cosas. En esos trescientos sesenta y cinco días, quizás alguno más, la herida de mi corazón dejo de sangrar.
Entonces, Aymé se fue de nuevo. Me dejo una emotiva carta en el buzón, en la que explicaba que un trabajo en otra ciudad requería su marcha, pero se alegraba enormemente de haberme ayudado a superar aquellos momentos tan tristes.
Volví a sentir aquella soledad que me invadió cuando era una niña. Pero el amor de Teo y la dedicación a mis estudios, mantuvieron a raya cualquier inicio de nostalgia.
Pasaron quince años desde que Aymé nos dejo aquella carta de despedida.
En ese escalón de mi vida, me case con Teo y tuve una preciosa hija a la que llamé Sofía.
Era muy feliz, y veía como un nuevo comienzo se extendía ante mí, invitándome a ser descubierto.
Sofía dio una flamante luz a mi existencia. Me encontré con que, todo lo que hacía, era para ella, y estaba encantada con esta nueva etapa.
Sin embargo, como en otros capítulos de mi vida, la tranquilidad se vio truncada por el capricho del destino.
Conocí a Mario, un agradable compañero de trabajo, algo más joven que yo, del que acabé enamorándome. Por supuesto, nos veíamos a escondidas, llenos de dudas y de incertidumbre, llenos de remordimientos y de poca honestidad. Pero en el océano de nuestros corazones, nos queríamos.
Por culpa de mis caprichos amorosos, deje a Teo e hice pasar muy malos momentos a Sofía, que aún era una niña para comprender lo que pasaba.
Con el tiempo, llegué a sentirme tan mal conmigo misma, que caí en una peligrosa espiral de depresión, que me llevó a perder mi trabajo, a desatender a mi hija y a llorar sin miramientos en cualquier lugar en el que me encontrase. Sin embargo, en un frío día de invierno, el destino me llevó de la mano a una cafetería llamada “La gran alegría”, y haciendo honor a su nombre, eso es lo que sentí al encontrar a Aymé, sentado en una pequeña mesa, mientras se tomaba un café en una pequeña taza blanca.
Me sentí muy feliz al verle de nuevo. Pasamos toda la tarde hablando y me sinceré contándole todo lo que me estaba ocurriendo.
Mientras me miraba dulcemente y sonreía como si nada fuera demasiado importante, pensé en que Aymé siempre aparecía cuando las cosas no iban bien en mi vida. Era una bonita casualidad…
Como había hecho otras veces, me dio buenos consejos, me ayudo a centrar mi vida en Sofía, a pedir perdón a Teo por el daño que le había causado y explicarle que estaba enamorada de otra persona. Eso hizo que la carga emocional que sentía, volase para liberar mi mente.
Pero esta vez, la estancia de Aymé fue más corta. Partió sin dar muchas explicaciones justo cuando mi vida empezaba a dar buenos frutos.
Afortunadamente, los años que siguieron a la última marcha de mi mejor, y a veces, enigmático amigo, fueron muy dulces y tranquilos. Volví a enamorarme, mi hija se caso y tuvo dos hijos, y yo me convertí en una abuela que empezaba a disfrutar de su inevitable vejez.
Ahora vivo en una residencia, rodeada de ancianos que, como yo, intentan sobrellevar los pocos años que les quedan. Algunos están mal, otros están mejor, y yo, al menos, conservo algo de lucidez en las neuronas. Por eso estoy escribiendo ahora esta historia, porque ayer, cuando me dio por pensar en la muerte que me acechaba, llegó a la residencia un nuevo morador. Llevaba un gracioso sombrero de vaquero y sonreía dulcemente al mirarme. Aymé había vuelto, tan envejecido como yo y tan travieso como siempre. Se sentó a mi lado, me cogió de la mano y me dijo que había venido para estar conmigo, pero esta vez, para siempre.
Sentada en la cama, escribiendo estas palabras, recuerdo a mi madre rezando al Ángel de la guarda, y sonrío cómplice de mi descubrimiento, al darme cuenta de que Aymé es mi Ángel de la guarda.
Fue en aquella época cuando conocí a Aymé, un niño de mi edad que llegó nuevo al colegio, después de haber vivido en una ciudad cuyo nombre resultaba impronunciable para mis inexpertos labios.
Era un niño alegre, con las mejillas sonrojadas y cara de travieso, pero la dulzura de sus gestos suavizaba el aspecto de chiquillo revoltoso.
Nos hicimos amigos desde el primer día y siempre estábamos juntos. Corríamos de un lado a otro, jugábamos al escondite, nos imaginábamos que éramos valientes guerreros y compartíamos nuestra merienda. Parecíamos dos hermanos inseparables.
Recuerdo un día en el que caí por un empinado barranco y me hice una terrible herida en el tobillo. Me puse a llorar desconsolada, pues me dolía mucho, y Aymé, que presenció el accidente, me abrazó con fuerza dándome un besito en la mejilla. Me pareció entonces que el golpe ya no dolía tanto.
Así transcurrieron cuatro años, en los que creí haber encontrado al mejor amigo de mi vida. Sin embargo, un día en el que la lluvia caía sin tregua sobre las calles polucionadas, Aymé se marchó del colegio. Únicamente me dijo que su familia se trasladaba a otra ciudad.
Durante un tiempo estuve triste, melancólica, sin ganas de jugar con otros niños, pero la herida de la soledad no tardó en curarse, y pronto descubrí que la vida seguía adelante, con otros amigos a los que conocer y otras aventuras que vivir.
Pasaron los años, y empecé la universidad. El ambiente era estupendo, y puedo decir que fue una época maravillosa. No me falto de nada, e incluso conocí a Teo, mi futuro marido, que me aventajaba en varios cursos. Sin embargo, la época feliz y alocada, no duro demasiado.
Una fatídica llamada telefónica que me arrancó de un examen, anuncio que mi padre había muerto de un súbito e inesperado ataque al corazón.
Aquel episodio ensombreció mi vida en un instante. Jamás me había enfrentado a nada similar, e ignoraba por completo como afrontar la pérdida de un ser querido.
El entierro fue el peor día de mi existencia, y ni la compañía de Teo logró apaciguar la punzada de dolor que me atravesaba el pecho.
Fue entonces, entre aquel llanto que impregnaba todo lo que había a mi alrededor, cuando apareció Aymé, abriéndose paso entre la gente, como un rayo de luz atravesando un túnel de oscuridad. A pesar de los años que habían pasado, pude reconocerle en seguida.
- ¡Aymé! – Exclame emocionada, y me tiré a sus brazos como si nunca se hubiera marchado.
Me contó que se había enterado de la muerte de mi padre, y quiso venir a acompañarme en aquellos momentos tan duros. Ahora vivía de nuevo en la ciudad, pues estaba haciendo un curso de refuerzo para su carrera.
Aymé estuvo conmigo en todo momento. Me ayudó a sobrellevar la muerte de mi padre y hacer que el dolor se hiciera más leve. Paseábamos juntos, nos contábamos nuestras cosas, estudiábamos en la biblioteca… e incluso llegó a tener una buena amistad con Teo, que al principio estaba un poco celoso, pero le bastó conocerle para entender que era un buen amigo.
Así transcurrió un año, en el que pude sobreponerme a la muerte de mi padre, y aceptar que la vida consistía en aquellas cosas. En esos trescientos sesenta y cinco días, quizás alguno más, la herida de mi corazón dejo de sangrar.
Entonces, Aymé se fue de nuevo. Me dejo una emotiva carta en el buzón, en la que explicaba que un trabajo en otra ciudad requería su marcha, pero se alegraba enormemente de haberme ayudado a superar aquellos momentos tan tristes.
Volví a sentir aquella soledad que me invadió cuando era una niña. Pero el amor de Teo y la dedicación a mis estudios, mantuvieron a raya cualquier inicio de nostalgia.
Pasaron quince años desde que Aymé nos dejo aquella carta de despedida.
En ese escalón de mi vida, me case con Teo y tuve una preciosa hija a la que llamé Sofía.
Era muy feliz, y veía como un nuevo comienzo se extendía ante mí, invitándome a ser descubierto.
Sofía dio una flamante luz a mi existencia. Me encontré con que, todo lo que hacía, era para ella, y estaba encantada con esta nueva etapa.
Sin embargo, como en otros capítulos de mi vida, la tranquilidad se vio truncada por el capricho del destino.
Conocí a Mario, un agradable compañero de trabajo, algo más joven que yo, del que acabé enamorándome. Por supuesto, nos veíamos a escondidas, llenos de dudas y de incertidumbre, llenos de remordimientos y de poca honestidad. Pero en el océano de nuestros corazones, nos queríamos.
Por culpa de mis caprichos amorosos, deje a Teo e hice pasar muy malos momentos a Sofía, que aún era una niña para comprender lo que pasaba.
Con el tiempo, llegué a sentirme tan mal conmigo misma, que caí en una peligrosa espiral de depresión, que me llevó a perder mi trabajo, a desatender a mi hija y a llorar sin miramientos en cualquier lugar en el que me encontrase. Sin embargo, en un frío día de invierno, el destino me llevó de la mano a una cafetería llamada “La gran alegría”, y haciendo honor a su nombre, eso es lo que sentí al encontrar a Aymé, sentado en una pequeña mesa, mientras se tomaba un café en una pequeña taza blanca.
Me sentí muy feliz al verle de nuevo. Pasamos toda la tarde hablando y me sinceré contándole todo lo que me estaba ocurriendo.
Mientras me miraba dulcemente y sonreía como si nada fuera demasiado importante, pensé en que Aymé siempre aparecía cuando las cosas no iban bien en mi vida. Era una bonita casualidad…
Como había hecho otras veces, me dio buenos consejos, me ayudo a centrar mi vida en Sofía, a pedir perdón a Teo por el daño que le había causado y explicarle que estaba enamorada de otra persona. Eso hizo que la carga emocional que sentía, volase para liberar mi mente.
Pero esta vez, la estancia de Aymé fue más corta. Partió sin dar muchas explicaciones justo cuando mi vida empezaba a dar buenos frutos.
Afortunadamente, los años que siguieron a la última marcha de mi mejor, y a veces, enigmático amigo, fueron muy dulces y tranquilos. Volví a enamorarme, mi hija se caso y tuvo dos hijos, y yo me convertí en una abuela que empezaba a disfrutar de su inevitable vejez.
Ahora vivo en una residencia, rodeada de ancianos que, como yo, intentan sobrellevar los pocos años que les quedan. Algunos están mal, otros están mejor, y yo, al menos, conservo algo de lucidez en las neuronas. Por eso estoy escribiendo ahora esta historia, porque ayer, cuando me dio por pensar en la muerte que me acechaba, llegó a la residencia un nuevo morador. Llevaba un gracioso sombrero de vaquero y sonreía dulcemente al mirarme. Aymé había vuelto, tan envejecido como yo y tan travieso como siempre. Se sentó a mi lado, me cogió de la mano y me dijo que había venido para estar conmigo, pero esta vez, para siempre.
Sentada en la cama, escribiendo estas palabras, recuerdo a mi madre rezando al Ángel de la guarda, y sonrío cómplice de mi descubrimiento, al darme cuenta de que Aymé es mi Ángel de la guarda.